Opinión | Año nuevo: La escuela de la vida reinicia cursos

En esta época del año recordemos que cada año nuevo nos ofrece sus «Cursos intensivos de invierno», en los que nos da la oportunidad de aprobar viejas materias.

Opinión | Año nuevo: La escuela de la vida reinicia cursos
Una lectura de 8 minutos

No soy muy afecto a celebrar años nuevos, cumpleaños, aniversarios y todo ese tipo de eventos cíclicos. Lo hago pero no lo disfruto como quizás debería. Admito que es una especie de falla en mi mecanismo social, recrudecida por el terror a la rutina, por la comercialización de las fiestas y por mi rechazo a ese estar siempre recordándonos unos a otros que la rueda del tiempo es inexorable.

Pero sí, sobre todo acepto que es un problema personal. Quizás mi cabeza es demasiado reiterativa y no admite una repetición más; quizás soy avaro y me duele gastar en fiestas y regalos; o tal vez se me olvida que cumplir años no tiene que ver con lamentar el tiempo que nos queda sino con celebrar el que ya hemos vivido (recuerdo a aquel amigo que en su cumpleaños 50 nos recibió exclamando: “¡No sé ustedes, pero yo ya llegué!”).

La cosa es que ─dejándome llevar por tal dosis de misantropía─ concebí primero este texto como una reflexión contra todo festejo anual, en el entendido de que por más que hagamos por renovar el tiempo, nuestro camino siempre andará hacia adelante. Sin embargo, como era obvio, cuando me disponía a escribir al respecto, la naturaleza se me vino encima imponiéndome la evidencia de que en esta vida las repeticiones son omnipresentes, empezando por la más visible: la del día y la noche.

Algunos de mis lectores ya saben que me gusta citar aquí mis pláticas con el Dr. Emilio Rivaud, insigne psicoanalista mexicano, quien alguna vez me dijo que el mayor temor que experimentamos los seres humanos es el de que un día el sol no salga. Él lo habrá ido descubriendo en múltiples sesiones terapéuticas, mientras que yo sólo lo he entrevisto en pesadillas astronómicas donde el astro rey o la luna reina dejan su comportamiento habitual y empiezan a hacer cosas raras, como estar a punto de estrellarse contra la Tierra o alejarse de ella para siempre. Éstos son, en efecto, unos de mis sueños más angustiantes. Pero la verdad es que fuera de ellos, siempre me despierto cuando ya el sol está ahí, sin pensar que con ello he superado el terror insondable a una noche eterna.

Queda claro que, en nuestras vidas, los ciclos son importantes. Festejar el Año Nuevo tiene un sentido profundo, por más que a mí me canse repetir rituales a los que no encuentro sentido (por ejemplo, atragantarse con uvas) y por más que los abrazos a mis seres queridos no me resulten más cálidos en estas fechas que cualquier otro día del año. Sin duda, festejar el Año Nuevo y otros ciclos tiene su importancia, y escribo este texto para, al menos, intentar probármelo.

Yo ─que de chico sufría el tedio de los días domingo─ solía decir que el primero de enero era “el domingo de los domingos”. Ahora pienso, sólo a vuelo de pájaro, que las borracheras de la última noche del año (para muchos, obligadas) son un intento de palear de forma preventiva el dolor casi metafísico del día siguiente. La cruda (resaca o como quiera que le llamemos) sirve un poco para anestesiar el hueco profundo de la soledad y la ausencia que quedan después de las fiestas (“No hay dolor más atroz que ser feliz”, decía una terrible canción, y es obvio que para algunos ese agudo dolor está presente al terminar toda celebración e incluso todo encuentro humano). Ciertamente, con el famoso “recalentado” ─en el que volvemos a reunirnos para comer las sobras de la noche anterior─, intentamos olvidar la sensación de que todo lo que valoramos en esta vida está destinado a marcharse, o, como decía el poeta Georges Schehadé, de que “no hay nada de lo que amamos que no huya como la sombra”.

Podemos pensar que el frío invernal colabora para este triste sentimiento y sin embargo estoy seguro de que en cualquier estación del año en que se hubieran fijado las fiestas, el dolor sería el mismo: en primavera, por la envidia que nos despertarían las flores (“maldita primavera”, decía una valiente canción de la radio); en verano, por el intenso calor; en otoño… Bueno, pensándolo bien, el otoño sería mejor época para celebrar, y aunque unas fiestas otoñales no serían tan divertidas, la resaca de la depresión sería menor y sin duda nos serviría como antesala al resguardo invernal.

¡Eureka: tal vez justamente a eso responde el hecho de que las fiestas sean en diciembre! Podemos pensar que en otros tiempos (quizás medievales o al menos preindustriales), Navidad y Año Nuevo daban paso a una especie de hibernación social que se extendía hasta marzo, mes en que comenzaban los días agrícolas. Ambas fiestas habrían sido las últimas ─las más ruidosas y alegres─ antes de refugiarse en el invierno. Sin embargo, con el nacimiento de la sociedad hiperproductiva, la cruda realidad habría empezado a hacer su aparición a la mitad del frío, y pocos días después de los festejos uno ya habría tenido que salir de casa para ir a ganarse el pan con el sudor de su frente.

Son cosas que me invento, creyendo que pueden servirme para reivindicar aquí la celebración de Año Nuevo. Pero creo que me equivoco. Y es que, si justamente se trata de fiestas depresivas, ¿de qué manera podemos justificarlas? ¿De qué manera podré yo hacerlo?

Me vienen a la cabeza dos películas que vi en fechas recientes. Son filmes viejos, así que muchos lectores ya los habrán visto: uno es Hechizo del tiempo, también conocido como El día de la marmota (Groundhog Day), con Andie MacDowell y Bill Murray; el otro es Click, con Adam Sandler. Los dos tienen por base ideas geniales, aunque en el caso del primero, el guión y la realización son magistrales, mientras que en el segundo la factura en general resulta torpe (torpeza que vuelve un poco difícil advertir la profundidad de su tema).

Pero bueno… Empezaré por Hechizo del tiempo, intentando no espoilear del todo la trama. La película trata sobre un hombre ─el egocéntrico Phil Connors─ que una mañana se da cuenta de que, quién sabe por qué extraño encanto, está volviendo a vivir el día anterior. Desde ese momento le pasará lo mismo cada amanecer. Estancado en el tiempo, se verá repitiendo una y otra vez aquellas infelices veinticuatro horas. Durante lo que para él serán años (no sabemos cuántos pero suficientes para aprender a tocar el piano de forma estupenda), todo a su alrededor se reproducirá inexorablemente, sin que nadie ─salvo él─ se dé cuenta.

Desde los primeros días ─pasado el trastorno inicial─ Phil encuentra en aquel hechizo una oportunidad para escrutar la vida de la gente a su alrededor y abusar de todos. De todos, menos de la mujer de la que está secretamente enamorado: como esas únicas veinticuatro horas no le bastan al insoportable tipo para convencerla de su amor, no pasará mucho tiempo antes de que se vea sumido en una profunda depresión, de la que sin embargo no podrá salir ni con los recursos más extremos. Finalmente, cuando ha llegado al fondo del abismo, su egocentrismo se ve por fin vulnerado y empieza a voltear a su alrededor y a abrirse emocionalmente hacia quienes lo rodean. Hace cosas por ellos y entra en un proceso de genuino interés en el que la escuela de la vida empieza a encender algunas estrellas en su frente.

Groundhog day. No se las voy a contar completa: véanla (si ya la vieron, véanla de nuevo, como debemos hacer siempre con las obras de arte, sobre todo si están a nuestro alcance).

Ahora bien, ¿en qué se parece esta película a nuestras fiestas de Año Nuevo, que cada ciclo solar repiten sus tarjetas de buenos deseos, sus rituales divertidos y sus imposibles propósitos? Dejando de lado el angustiante asombro del primer amanecer de Phil (que se parece, pero sólo un poco, a nuestro “Cómo, ¿ya es 31 de diciembre, otra vez?”), digamos que también para nosotros ─al menos para los egocentristas─ cada año el tiempo se hechiza, permitiéndonos regresar al ciclo anterior y revivir la ilusión de que nos basta desear algo para merecerlo. Y aunque desde las primeras horas que siguen, nos damos cuenta de que la existencia de los demás no favorecerá a nuestros planes, las vueltas del tiempo no cesan de restaurar la esperanza de que ¡este año sí! seremos fuertes, tanto como para que los otros dejen de estorbarnos.

Lo diga de broma, pero la verdad es que ¡pobres de los que tienen éxito! A los que la fortuna nos permite una y otra vez fracasar, la vida vuelve a enfrentarnos a la misma frustrante vivencia, dándonos la oportunidad de cambiar, salir del círculo y abandonar nuestras reiteradas fantasías de auto suficiencia. Según los sabios maestros de eso que llamamos la escuela de la vida, cuando esto ocurre, la mayoría empezamos creyendo que el cambio se logrará humillando al ego y esforzándonos por deshacernos de él. Pero este martirio resulta en realidad sólo un rodeo, en algunos casos inevitable.  Filosofías como la de Hechizo del tiempo o la del oráculo chino I Ching, nos dicen que ese regreso repetido cumple su misión cuando dejamos de contemplar nuestro propio ego y, sin necesidad de derrotarlo, simplemente lo dejamos ser y volteamos a ver a otra parte, hacia los demás, consiguiendo que el círculo vicioso se convierta en una espiral virtuosa.

Regañar al ego o superarlo. La otra película de la que quiero hablar, Click, nos muestra a un hombre que ─gracias a un mágico control remoto que, entre otras cosas, le permite darle fast forward a las partes fastidiosas de su vida─ se ve en la posibilidad de saltarse todas las interrupciones a su ego y dejar éste intacto. Con esa magia, Michael ─así se llama el personaje─ evade redundantes pleitos conyugales, aburridos encuentros, fiestas inútiles y hasta molestas enfermedades que entorpecen sus propósitos de éxito y ascenso: es un verdadero emprendedor de los que están dispuestos a deshacerse de todo obstáculo para su avance. No admite ningún reto en el que deba detenerse a cambiar o a aprender algo. Todo lo que suene a “escuela de la vida”, se lo salta. Pero con ello se deshace también de su propia existencia. La vida se le reduce a unas cuantas jornadas, al final de las cuales ─con el ego vulnerado, igual que Phil─ aprende la lección fundamental:  que aún con todas sus fastidiosas repeticiones, lo único valioso que tenemos es este momento en el que estamos ahora, y eso por el simple hecho de que en él están también los seres que amamos.

Lo anterior aporta también su mensaje a nuestro tema: los festejos de fin de año no son simples trámites sociales en medio de nuestro carrera de productividad, ansiosa por saltarse todas las rutinas, avanzar siempre y vivir en una linealidad de objetivos. Los mejores propósitos de Año Nuevo son los que nos hacen volver a este momento en que los demás están a nuestro lado. Ya Marcel Proust (con su célebre En busca del tiempo perdido) demostró que el sentido del tiempo es recuperarnos. A fin de cuentas, una vida de persecuciones sólo tendrá valor si fracasa, y si nos da la oportunidad, como a Michael, de alcanzar el presente. Mientras tanto, debemos sumergirnos en los ciclos del tiempo y resurgir de nuestras cenizas una y otra vez, como un ave Fénix primero medio coja y tatemada, pero siempre esperanzada de nacer plenamente.

*

No quiero terminar este texto con frases aún más triunfalistas que las que ya he estado insinuando. Corro el riesgo de sonar como esas tarjetas de felicitación en las que todos nos deseamos cosas lindas (armonía, prosperidad, salud…) pero que casi nadie escucha de corazón. Porque lo cierto es que muchas vueltas nos faltan a las personas como yo; muchas lecciones de vida deben transcurrir antes de dar el paso hacia ese lugar y tiempo en el cual ya estamos: ese Aquí y ahora del que hablan los maestros, y que nosotros, alumnos de primer ingreso, no dejamos de mencionar como si entendiéramos.

Por lo pronto, real, lo que se dice real, sólo tenemos la escuela de la vida que, además de sus lecciones diarias, cada año nos ofrece sus Cursos intensivos de invierno, en los que nos da la oportunidad de aprobar viejas materias. Perdón si repito aquí tres de las cientos, miles, millones que en lo personal me faltan: “Escuchar a otros es la mejor forma de sentir aliento”, “Compartir es la única manera de que todo alcance”, “Celebrar es entrever lo que cada día nos estamos perdiendo”.

Este artículo del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación puede ser compartido bajo los términos de la licencia CC BY-NC-SA 4.0