La educación que queremos | Confesiones de un competidor autoderrotado

En momentos como el nuestro ─de inteligencia artificial y horror pandémico─, las instituciones educativas tienen una oportunidad única de virar el timón y dar un fuerte impulso a la originalidad humana y a las personalidades individuales.

La educación que queremos | Confesiones de un competidor autoderrotado
Una lectura de 7 minutos

Preámbulo a la confesión

Hace unos días, mientras escribía este artículo, me acordé de una anécdota personal que me pareció conveniente para abrir el texto. Mi intención era dar un poco de color inicial al escrito, pero aquella historia se extendió poco a poco, adquiriendo un tono confesional que acabó llenando varias cuartillas. Lo que el lector tiene en sus manos es, pues, una confesión. El género confesional no ha dejado de estar presente en la literatura durante siglos, y eso es en parte lo que justifica el que me anime a rescatarlo aquí y ofrecerlo al público. Pero sobre todo me mueve el presentir que sus palabras muestran algo importante sobre el lugar que ocupan las escuelas en la formación de ciertas personas con dificultades específicas. En este relato introspectivo, ese algo apenas se insinúa, pero creo que aun así vale la pena compartirlo, con la esperanza de que el lector lo rescate y lo delinee más claramente.

Esbozado todavía con torpeza, el planteamiento es más o menos así: mucho se ha hablado de que la urgencia de sobresalir es parte sustancial de la naturaleza humana, pero muy poco se ha considerado el que a la par exista en cada uno de nosotros la urgencia contraria, la de no sobresalir, tan fuerte y abarcadora como la anterior, y que nos lleve a crear madrigueras reales o psicológicas donde agazaparnos. En general, gracias a la educación en el hogar y en la escuela, los seres humanos logramos sobrellevar esta doble fuerza interior hasta encontrar un equilibrio. Este equilibrio no excluye el que en cada persona predomine un poco una de ambas fuerzas, determinando algunos rasgos de su carácter: ahí están los líderes, tan valiosos como quienes saben ser liderados.

Existen, sin embargo, individuos a los cuales les ha tocado sufrir sin atenuantes estas pulsiones contrarias. Dada su mayor dificultad para lograr un equilibrio, estas personas pueden verse en aprietos si el ambiente fortuitamente favorece sobremanera alguna de ellas. Tal sería el caso de gente profundamente retraída pero a la vez profundamente ansiosa por figurar, a la que de pronto cierto contexto social convoca a despuntar, convirtiéndolos en pequeños o grandes tiranos; o el de individuos en la situación contraria, es decir, privados una y otra vez de oportunidades donde expresarse, y obligados a sumirse en la arbitrariedad opuesta, es decir la de un resentido ensimismamiento.

Mi conclusión es que esa dualidad es detectable al menos desde la juventud y que los docentes tienen la oportunidad de hacer mucho por jóvenes como éstos en esa etapa de la vida. Si pidiéramos un esbozo de esa forma de ser, diríamos que se trata de jóvenes que aunque viven sumidos en sí mismos, se esfuerzan por evidenciar una y otra vez su extrema dificultad para tomar la palabra; en determinados momentos, uno o dos de ellos terminan no sólo por tomarla sino por arrebatársela a otros e incluso por querer dictar a los demás la suya propia. ¿Necesito decir que con la elocuencia y la audiencia adecuadas podrán triunfar como dictadores?

¿«He perdido» o «Estoy perdido»? La Confesión

Todavía recuerdo lo que me dijo mi psicoanalista cuando le platiqué las grandes diferencias que años atrás me habían distanciado de mis compañeros de la preparatoria: diferencias en mi manera de pensar, mis inquietudes intelectuales y artísticas, mi ideología social y política, mis pensamientos religiosos (yo era ateo)…, hasta en mi forma de vestir. “Te mandaron a la guerra sin fusil”, me dijo, refiriéndose a la decisión de casa de que yo fuera a aquel colegio.

En éste, mis dificultades para hacer amigos con los que me identificara plenamente eran notorias. A veces prefería quedarme en el salón leyendo en vez de salir a compartir un recreo en realidad muy poco “recreativo” para mí y que me implicaba mucho esfuerzo. Acabé haciendo amigos entrañables, pero eso porque supe compensar aquellas diferencias con un sentido del humor y un constante histrionismo con el que ridiculizaba todas aquellas diferencias mediante la burla de mí mismo y de los demás. Muchos de mis compañeros me festejaban, pero no faltaban los que se sentían ofendidos por chistes que a mí me parecían inofensivos y que ahora, ya de grande, he venido a enterarme que merecerían el título de bullying. Por mi parte, me mantenía a salvo mediante esas estratagemas, que me hacían un tipo aislado y a la vez bastante bien aceptado cuando quería acercarme.

Simultáneamente, asistía a una academia de teatro que ofrecía talleres vespertinos para adolescentes. Ahí, mis dotes histriónicas y mi carisma (llamémosle así) me daban un lugar bien claro entre mis compañeros, que me aceptaban y querían, e incluso llegaban a admirarme. La mayoría me siguió cuando propuse formar un grupo de teatro fuera de la institución. Sin embargo, una vez que tomé aquel liderazgo las cosas comenzaron a ir mal: convencido de mis ideales artísticos, quise imponerlos sobre el grupo, junto con una disciplina completamente fuera de lugar para aquellos jóvenes que querían a hacer un teatro mucho más relajado. Uno a uno, todos acabaron desertando.

Lo contrario ocurrió unos cuantos años más tarde cuando ─en reacción al terremoto del ‘85─ formé un grupo con jóvenes un poco menores que yo, que pronto se mostraron dispuestos a seguir fielmente todo cuanto yo dijera y a convertirme en su líder. El contexto trágico de aquellos días favoreció el que agradecidos aceptaran mi disciplina, y pronto logramos lo que para nosotros fue un extraordinario montaje teatral. Al terminar éste, ya pasados los días del terremoto, todos voltearon hacia mí para obedecerme en el siguiente paso. Entonces fui yo quien renunció al proyecto.

Entré así en el típico círculo vicioso del competidor autoderrotado. Llegado a los años universitarios, iba a la escuela, me lucía en exposiciones académicas frente a todo el grupo, recibía aplausos… y temeroso de aquel despunte, me daba a la tarea de provocar largas discusiones con mis maestros y compañeros, y acababa recluido en mí mismo, entristecido y derrotado. Buscaba otra carrera, donde nuevamente era considerado un destacado alumno… y al poco tiempo volvía a echarme para atrás. Regresaba a la carrera anterior, seducía a mis compañeros del nuevo curso, y al ser nombrado representante estudiantil, desaparecía sin dejar rastro.

El vaivén fue cada vez más extremo. Extremo y extenuante. Nunca he creído mucho en horóscopos, pero sí me sorprendió la descripción que alguien hizo alguna vez de mi signo zodiacal, Libra: el subir y bajar de los platillos de la balanza en busca de equilibrio nunca es suave, sino al contrario, puede ser de una polaridad enorme, golpeteando a uno y otro lados cada vez con más fuerza.

Y entré a terapia. Algo en mi escuchó la oportunidad intermedia que surge cuando se huye de dos extremos. Entendí, remontándome a años atrás, que una y otra vez y otra vez había entrado a la guerra sin fusil, y que una y otra vez y otra vez, hábilmente me había sabido construir un rifle de palo, asumiendo el papel de bufón y venciendo como tal, pero renunciando después al mucho más encumbrado de Bufón del Rey, para el que muchos me sentían dotado.

De alguna manera, debo admitirlo, soy un sobreviviente de ese mal de quienes son capaces de competir pero incapaces de acatar el triunfo.

***

Existía, ahora me doy cuenta, un tercer término ─entre capacidad y autoderrota─ que estaba presente es aquella academia de teatro para adolescentes a la que asistí durante un par de años casi todas las tardes. El teatro es una labor de equipo, pero en aquel lugar se vivía de forma aún más estrecha, casi como la de una familia (a lo largo de la historia, por cierto, muchas de las grandes compañías de teatro han sido empresas familiares). En esta academia, el lugar del padre lo ocupaba un hombre (un “maestro”, como le llamábamos) que había figurado como pocos en la escena teatral de nuestro país, pero que en ese entonces sufría cierta marginación por parte de rivales políticos. Ese hombre se encargaba de colocar en el lugar de la madre ─casi como en un pedestal─ al arte teatral mismo, y nos enseñaba a amarlo. Yo ─que ya me rendía a los pies de cualquier escenario─ pude por primera vez subir a uno en un contexto de precioso equilibrio. Este equilibrio incluía una gran disciplina, que ninguno de aquellos jóvenes queríamos transgredir, pues asistir a clases era el mayor goce que podíamos darnos.

Conocimos el valor del arte al poner en escena piezas con las que nos identificábamos plenamente. Supimos lo que era una sala llena de público, y para colmo, en nuestra última temporada, el maestro dispuso que se cobrara la entrada y que se nos repartiera a los actores la ganancia, permitiéndonos recuperar la cantidad exacta que nuestras familias habían pagado por la inscripción al curso.

Aquel maestro parecía contemplarlo todo para enseñarnos a honrar el arte como un quehacer de equilibrio. Sin embargo, extrañamente, su pedagogía incluía el evitar que nos dedicáramos al teatro de manera profesional. Decía que los adolescentes podían encontrar en el arte una gran herramienta para adquirir madurez pero que de ninguna manera debían dedicar a él sus vidas. Aquel hombre amaba el teatro y extrañamente deseaba que éste sucumbiera.

¿Alguna semejanza con mi propio proceso?

Hoy ─dado que estoy respondiendo a la pregunta sobre cuál es la educación que quiero─ sueño con que aquel maestro hubiera perseverado muchos años más en su liderazgo, caminando a nuestro lado con el equilibrio que algunos necesitábamos tanto. Sueño con que creara una escuela en la que pudiéramos profesionalizarnos e incluso desarrollar una vida de valores artísticos, éticos y prácticos. No habría sido la única institución artística que ofreciera a sus alumnos una formación paralela a la secundaria y a la prepa, ni el primer proyecto teatral que otorgara a sus miembros un modo de vida estable, incluso en lo económico. Sueño con… una realidad distinta a la que fue. El maestro claudicó con nosotros. Privados de aquel mundo, varios buscamos profesionalizarnos en escuelas de las que acabamos desertando. Hoy, algunos de mis compañeros mantienen carreras artísticas y no falta el que alcanzó la cumbre. Pero no puedo dejar de pensar que se perdió una gran oportunidad para jóvenes como yo, que con el liderazgo adecuado habríamos podido evitar ese territorio de cimas y abismos que nos esperaba adelante.

Así que, en conclusión, sueño con puras utopías. Y no está mal. Todos conocemos el valor que las utopías recobran en tiempos como el nuestro. Ellas ─tan desprestigiadas en décadas pasadas de Éxito y Excelencia─ son hoy nuestra base para imaginar y reanimarnos (reinventarnos, dicen algunos). Así pues, reitero aquí que sueño con escuelas que no traten a los estudiantes de forma estandarizada sino que abracen el amplio espectro de la personalidad humana, con todos sus vaivenes y vicisitudes (“Cada persona es un centro”, dice la pedagoga Francoise Doltó). Pero hay más: sueño con escuelas que se comprometan con su gente y con su realización, de una manera decidida, creando vínculos con la sociedad no sólo para abastecerla de los profesionales que ésta le dicta sino para imponerle iniciativas incluyentes que puedan competir ─por su fuerza y su creatividad─ contra las estructuras sociales que sacrifican a quienes no son capaces de adaptarse.

Epílogo alarmista

Termino advirtiendo que en momentos como el nuestro ─de inteligencia artificial y horror pandémico─, las instituciones educativas tienen una oportunidad única de virar el timón y dar un fuerte impulso a la originalidad humana y a las personalidades individuales. Ya estamos viendo como la formación estandarizada empieza a ser incapaz de competir contra herramientas de inteligencia artificial que aplican el término medio con muchísima más eficiencia. Si seguimos privilegiando el desarrollo de profesionales impersonales e inauténticos, pronto la sociedad se quedará sin unos ni otros (sin personas estándar y sin personas originales). En ese momento, las escuelas ya no tendrán nada que ofrecer a nadie.

Este artículo del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación puede ser compartido bajo los términos de la licencia CC BY-NC-SA 4.0