Opinión | Confianza en uno mismo: primer requisito para el aprendizaje

En esta nueva entrega de la serie «Testimonio de un autodidacta», Andrés García Barrios describe el término conocido como «ciencia infusa».

Opinión | Confianza en uno mismo: primer requisito para el aprendizaje
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Testimonio de un autodidacta

Estimada lectora, estimado lector: ¿alguna vez le han dicho que tiene usted ciencia infusa? Tal vez no; entiendo que muchos no han oído antes ese término o no saben qué quiere decir; pero créame, no es justamente un piropo, al menos no en la acepción que le daba mi padre cuando me lo decía de niño.

Empezaré por describir el concepto de la forma misma en que yo lo entendía en ese entonces: no lo entendía de ninguna forma, no entendía nada. Mi papá lo repetía, casi siempre con una sonrisa benevolente pero a veces con un poco de ironía, y yo sólo sabía que con esa frase señalaba el hecho de que, según él, yo nunca hacía tareas ni estudiaba para mis exámenes, y sin embargo siempre sacaba buenas notas. Lo cierto es que ni él ni yo nos decidíamos a si aquello era un elogio o una crítica. Por supuesto que me gustaba que al decírmelo me destacara sobre mis hermanos, quienes para sacar buenas calificaciones sí tenían que estudiar (según mi papá, también). Para mí, que era el menor de una larga hilera de hijos sobresalientes, distinguirme en algo era motivo de orgullo, pero al mismo tiempo me quedaba claro ─sin saber por qué, insisto─ que con esa frase se me estaba quitando una buena parte del crédito de haber obtenido buenas calificaciones.

Por fin tuve edad para entender la idea: la ciencia infusa era el conocimiento que Dios infundía en la mente de algunas personas, evitándoles el largo proceso de aprendizaje. Un ejemplo ─me explicaban en casa─ era el caso bíblico de los apóstoles de Cristo que, siendo gente sin estudios, habían podido predicar la nueva religión en varios países y afrontar los difíciles retos teológicos que les imponían algunos no creyentes, varios de ellos muy doctos.

*

La verdad es que junto con mi dizque ciencia infusa, había en mi varias diferencias. Yo, sin poder reconocerlas del todo, años más tarde empecé a sentirme molesto cuando me decían que era especial. En algún momento, con el tiempo, llegué a usar el término tímido extrovertido para describirme, y atribuía tal paradójica condición a esa especie de orgullosa marginación que me perseguía desde niño. Ésta no sólo me hacía una persona perspicaz y sobresaliente sino a la vez solitario y atormentado.

Si atiendo a mi lado sociable, puedo decir que yo era bullicioso, travieso, parlanchín, bromista… A la descripción también tendría que añadirse una característica que me llevó décadas descubrir y aceptar: yo era un poco bully. No un bully físico, de los que pega o amenaza con golpes, no, ¡de ninguna manera!: un bully intelectual, un bully humorista, por decirlo así. Hará diez años que un viejo compañero de la prepa le puso palabras a aquella forma mía de ser: “¡Ah, sí ─me dijo─, tú eras el que lastimaba a los demás en buena onda”. Sí, yo era que el que hería amablemente, el niño y luego el joven capaz de hacer todo tipo de chistes a costa de los otros (me imagino que algunos muy ingeniosos), sin considerar que estaba hiriéndolos. Si de algo les sirve mi reflexión a los estudiosos del bullying, les diré que siempre pensé (hasta hace una década, como digo) que yo era sólo un tipo ingenioso y amable. Para mí, reírme y hacer que los demás se rieran de sus defectos y, por supuesto, de los míos, era un forma de compartir lo absurda que me parecía la vida en general, y que según yo debía parecernos a todos. Muchos, según recuerdo, coincidían conmigo, pero otros lo que pensaban de mi es que era odioso.

He dicho que era también solitario y atormentado. Alguna vez, al curiosear por mera diversión en un texto sobre mi signo astrológico, Libra, leí que su principal característica no es el equilibrio sino justamente el siempre indeciso balanceo de los platillos que nunca alcanzan su centro. Aquello me describía perfectamente.

Además, en mi dualidad había, ahora que lo pienso, una característica especial, sobre todo durante mi infancia: no sólo resultaba tan extrema como la bipolaridad del día y la noche, sino que era literalmente así, diurna versus nocturna. De día, yo era bullicioso, disruptivo, agresivo a mi divertida e histriónica manera; de noche, en mi cama, vivía en un estado taciturno y triste hasta la melancolía, al que al llegar la adolescencia, se sumó una larga y seria crisis de terror.

Todo empezó a mis trece años cuando, a escondidas de mi padre, fui a ver la ya legendaria película El Exorcista, acompañado por la mujer que nos ayudaba en las labores de la casa. Siempre cuento aquella aventura entre mis peores tragedias. La imagen de la hermosa niña poseída por el demonio me hizo pasar noches y noches aterrado, al borde del delirio, de lo cual sólo logré salir casi un año después. Durante aquellos meses, la oscuridad nocturna me resultaba infernal y sin embargo, llegado el amanecer, conseguía levantarme y retomar mi vida bulliciosa y bromista. Bromista al extremo: de alguna forma lograba hacer escarnio de aquel tormento y jugar, cuando me subía al camión rumbo a la escuela ─mis hermanos todavía lo recuerdan─, a estirar la mano entre los pasajeros (como si pidiera limosna) y fingir una voz de ultratumba mientras repetía la frase, ya memorable entre la familia: “¡Por favor, una ayuda para los poseídos por el demonio!”

Escarnio y miedo al extremo. Todavía evoco (¿invoco?) al escribirlo, aquel regocijo de diversión y aquel pánico pulverizante.

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La ciencia infusa ─el don de sacar de la nada conceptos, juicios, ideas, pero también burlas, culpas, estigmas, amenazas del más allá─ siguió siendo para mí, por mucho tiempo, una especie de maleficio y bendición. En este momento me recuerda aquella película sobre dos amantes a los que un hechizo había destinado a estar separados siempre, de día porque ella se transformaba en halcón, y de noche porque él lo hacía en un lobo gris; en los amaneceres, durante la metamorfosis, podían verse un instante, ambos con aspecto humano, pero trataban de tocarse y sus dedos quedaban siempre a punto de rozarse, sin lograrlo nunca. Así vivían tristemente juntos y distantes. La misma historia se narra sobre el Sol y la Luna, a quienes sólo se les permite unirse en los eclipses.

Como digo, yo siento en mi esa bipartición, la cual con el tiempo se ha transformado en una fina dualidad, y digo fina porque he aprendido a adelgazarla, a hacerla sutil, a gozar de su belleza y a construir vasos comunicantes que hacen cada vez más frecuentes las conjunciones entre ambos términos.

¿Qué es lo que me ha permitido reunir esos dos rostros? ¿Habrá sido la ciencia infusa?

*

En su acepción original, etimológica, ciencia significa dividir; en materia de aprendizaje podríamos traducirla como discernir, separar, analizar algo en sus componentes. ¿Para después volver a unirlos? No, ésta ya no es labor de la ciencia. El dispositivo cultural que debería lograrlo es la religión, cuya etimología significa justamente eso: volver a unir (volver a ligar, re-ligar). El procedimiento de la ciencia es mantener separado lo que ha dividido y asociar algunos de esos fragmentos con los de otra parte de la realidad que ha analizado previamente. Un ejemplo son los descubrimientos científicos sobre la luz y la visión: una vez que la ciencia discierne que la luz blanca es la unión de ondas de luz de muchos colores, puede asociar uno a uno estos colores con otras cosas, por ejemplo con los distintos pigmentos que hay en las células de nuestros ojos, los cuales distinguen esas diferencias. Una y otra vez, la ciencia asocia y divide, asocia y divide, como una tejedora que separa las fibras del copo de algodón y vuelve a unirlas, no en el copo, sino en una nueva red, la tela. Ese conocimiento (esa tela) nos resulta útil para muchas cosas, cualidad que el copo por sí mismo no tiene. Ciertamente, la ciencia guarda la esperanza de algún día convertirse en la verdadera religión, es decir de volver a unir en una inmensa red de conocimiento la realidad entera (verdadera religión no sólo por sabia sino por sana, ya que sus conclusiones serían por fin universalmente demostrables). Sin embargo, a pesar de lo tranquilizante que esto resultaría para nuestro mundo de confusión, algunos sospechamos que no lo logrará, que la ciencia siempre se la pasará hilando y deshilando, tejiendo y destejiendo eternamente, como una siempre esperanzada Penélope: ciencia humilde y paciente, platónica e infinitamente enamorada del “amado conocimiento” que un día se fue.

La palabra infusa, por su parte, quiere decir que ha sido infundida, es decir, que alguien o algo la puso en nosotros, desde afuera. Siendo así, aquella ciencia infusa que me atribuía mi padre, aquel discernimiento, no habría sido una cualidad mía sino una herramienta que venía de afuera.

Una cualidad que alguien pone en nosotros ─un don, digamos─ no tiene por qué ser un problema. El problema comienza con la duda de si es uno mismo el que opera esa herramienta (es decir, si uno es lo que se dice libre) o si ésta funciona sola, es decir, si ella discierne en vez de uno.

Yo sabía que era yo quien operaba la herramienta, pero mi padre se atormentaba dudando de si debía reconocérmelo, con lo cual acababa haciéndolo pero no del todo, no como para infundirme seguridad. En realidad, como todos sabemos, no hay nada raro ─nada no científico─ en que un niño discierna una serie de cosas a partir de lo que escucha en el salón de clases y pueda aprender “sin estudiar”, sacando buenas calificaciones sin tener que pasar toda una tarde “macheteando” libros para el examen. Pero al parecer a mi padre le costaba trabajo reconocer la virtud que hay en esto, quizás porque él mismo había sido educado para dudar de sus dones (muchos, por cierto, créanmelo) y sólo confiar en el aprendizaje logrado sistemáticamente, mediante el estudio y la obediencia. Para él (o para sus papás, o para los papás de sus papás, no sé) lo mejor era sujetarse a causas y efectos visibles, y dejar aparte (¿para los artistas?) toda infusión, toda inspiración.

El niño que yo era tenía muy poca confianza en sí mismo. Ese pequeño necesitaba que le dijeran que no sólo el estudio era importante, sino que también sus cualidades infundidas (innatas, espontáneas o como queramos llamarles) eran dignas y encomiables, y que podía aprovecharlas para muchas cosas (¡y sobre todo, disfrutarlas!). ¡Ese niño ─y todas las niñas y niños del mundo─ necesitaba saber que el estudio no es posible o no sirve de nada si uno no respeta el don ─presente en cada uno─ de procesarlo con libertad!

Pero bueno, hay cosas que no se nos dan en la infancia, y que se vienen a aprender ya de grande. Tal vez la ventaja de esto último es que, con cierta edad, uno puede valorar en su justa medida ese aprendizaje y compartirlo con más gente. Espero haber conseguido esto aquí, por lo menos un poco. De cualquier forma, les agradezco a los que han llegado hasta aquí debajo de mi texto (como dice Karina Fuerte cada semana en el boletín del Observatorio) y me han acompañado en otra de mis aventuras por el mundo del conocimiento autodidacta.

Este artículo del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación puede ser compartido bajo los términos de la licencia CC BY-NC-SA 4.0