Opinión | El ritual escolar: ¿Espiritualidad en el aula?

“Una y otra vez recaigo en la idea de proponer a la comunidad educativa una especie de vuelta a la espiritualidad en el aula, o al menos a abrir en la escuela un espacio donde se pueda dialogar libremente al respecto”.

Opinión | El ritual escolar: ¿Espiritualidad en el aula?
Pasillo de escuela. Foto por: Carlota Serarols.
Una lectura de 6 minutos

Tengo varios motivos para no hablar de “espiritualidad” con la libertad que quisiera. El primero y más importante es que la espiritualidad se me presenta como un misterio sobre el cual quizás es mejor callarse. Pero enfatizo el quizás porque el misterio mismo me lo exige: ante él, no sé si realmente debo callar o puedo explayarme. Es posible, claro, que el lenguaje humano contenga esa especie de magia que se necesita para explicar y entender lo espiritual; sin embargo, es posible también que la palabra espiritualidad sea sólo la puerta a ese espacio inexpresable e invisible, y que al disertar sobre ella uno esté en realidad hablando sólo sobre la puerta.

El segundo motivo para no hablar de espiritualidad a mis anchas es cierto pudor ante lo elevado del término y lo elemental de mis aproximaciones. Ese pudor, que me hace sonrojarme, me pide también ser discreto y no alardear de haber alcanzado algo de lo que todavía estoy muy lejos. Me pasa como a quienes se muestran tímidos de decirse poetas sólo por escribir unos cuantos buenos versos. Pudor, insisto, acompañado de cierto rubor, que además sienta bien.       

El tercer motivo son las dudas inevitables sobre el tema: dudas en torno a si existe de verdad ese territorio invisible que llamamos espiritualidad o si la realidad entera se reduce en última instancia a lo visible (como afirman los cientifistas). Son dudas legítimas que –como explica Karl Jaspers– nos impiden caer en fanatismos: “Ni la más pura claridad nos debe conducir a tal certeza de nosotros mismos que nuestro camino nos parezca el único verdadero para todos. En plena claridad, puede uno adentrarse en un camino errado”, afirma el filósofo alemán, y por lo tanto acaba dando la mayor importancia a la modestia.

A pesar de estos tres honrosos motivos para no hablar demasiado sobre el tema, una y otra vez recaigo en la idea de proponer a la comunidad educativa una especie de vuelta a la espiritualidad en el aula, o al menos a abrir en la escuela un espacio donde se pueda dialogar libremente al respecto. Sin embargo, apenas acabo de decir lo anterior y ya estoy otra vez sonrojado, aunque no con ese modesto rubor de mis tres primeros motivos sino con verdadera vergüenza. Algo en mi interior me pregunta cómo puedo estarme exponiendo de esta manera: ¿de veras?, ¿espiritualidad en el aula?, ¿ya pensaste con qué cosas horripilantes te pueden asociar tus lectores?

Sí, claro, las conozco, y no puedo dejar de estremecerme ante ellas: son el cuarto motivo por el que me atemoriza hacer mi propuesta. De hecho, estoy seguro de que muchos de los que han sufrido malas experiencias con líderes supuestamente espirituales ya han dado carpetazo a este texto mío, convalecientes como están de todo lo que suene a espiritualidad. Así que realmente agradezco a quienes aún me siguen; a final de cuentas, ¿quién no ha sido víctima de una forma o de otra de la corrupción espiritual de nuestra época?  “No hay peor mal que el falso bien”, se ha dicho, así que quienes creemos que la espiritualidad es lo mejor de lo humano, pensamos por lo mismo que su tergiversación nos ha dañado a todos en algo crucial.

Una y otra vez recaigo en la idea de proponer a la comunidad educativa una especie de vuelta a la espiritualidad en el aula, o al menos a abrir en la escuela un espacio donde se pueda dialogar libremente al respecto.

Así pues, me es claro que quien tenga la intención de proponer a la comunidad educativa el retomar un cierto tipo de educación espiritual dentro del aula, tendrá primero que deslindarse con precisión de todas esas ideas y prácticas que hoy, con justa razón, nos hacen correr lejos de cuanto suene a “educación religiosa”. Algunos defensores de ésta –aquellos a quienes todavía asiste la razón– dirán que la religión no tiene por qué pagar los platos rotos por sus falsos representantes. Y eso es cierto; sin embargo, quienes así piensen también tendrán que convenir que, a estas alturas, en la práctica, es difícil separar aquella de éstos.  Ya son muchas las generaciones que han tenido que tomar precauciones en cuanto a los caminos “espirituales” que se les ofrecen. Al hacerlo, probablemente se están perdiendo muchas cosas valiosas, pero siendo los riesgos también enormes, es mejor buscar otras formas de hallarse en paz consigo mismos. Estando así las cosas, una Espiritualidad de verdad genuina tenderá a ser prudente y a ocultarse un poco mientras se aclara la diferencia entre ella y el falso bien.

De hecho, quienes creemos en una verdadera espiritualidad no podemos sino agradecer ese deslinde marcado por tantas generaciones en el último siglo: el ateismo, el agnosticismo y la búsqueda de nuevas opciones religiosas han cumplido una misión fundamental: la de eliminar obstáculos para que la espiritualidad auténtica pueda de nuevo abrirse paso, ahora con una larga cauda de racionalidad, ciencia, feminismo, luchas igualitarias, derecho a pensar y decidir sobre el propio cuerpo y respeto a los límites personales; cauda también llena de rituales liberadores, sensibles, incluyentes, plenos de conocimiento fundado y de profunda poesía (rituales que, como decía G.K. Chesterton, quizás requieran que nos quitemos el sombrero pero no la cabeza); cauda, en fin, de recursos para ayudar a la gente a liberarse y a no poner sobre ella más cargas de las que ya tiene.

Durante muchos años los líderes espirituales más poderosos de occidente intentaron “educar” a grandes poblaciones para estigmatizar y perseguir el ejercicio libre de la sexualidad, el uso de anticonceptivos y la homosexualidad, y sin embargo, un día acabaron evidenciando que muchos de ellos practicaban todas esas opciones con la única restricción de no hacerlas públicas. A mi entender, el verdadero “pecado” (para usar sus propios términos) radicaba no en esas prácticas sino en su persecución y ocultamiento, y en algo muchísimo más grave, quizás desprendido justamente de la represión y la culpa: canalizar esas elecciones hacia poblaciones vulnerables (¡y cautivas!) de las que abusaban (¡y abusan!) impunemente. ¡El falso bien en todo su siniestro esplendor! Hoy que es común hablar de “inmunidad de rebaño”, este término pastoral se aplica perfectamente: quienes debían conducir y proteger al rebaño acabaron por propagar en éste su propia infección (más mental y espiritual que física), dejándolos inmunes ante toda verdadera espiritualidad. Sólo algunos corderos advirtieron el peligro y huyeron despavoridos del contagio. Por su parte, en las escuelas, el abuso abrió los ojos de la sociedad no sólo hacia los espacios de educación religiosa sino hacia todo tipo de colegios y en general de lugares donde niños y jóvenes son puestos al resguardo de adultos. Es una desgracia y al mismo tiempo una bendición, que se haya empezado a evidenciar esas prácticas.

“Ni la más pura claridad nos debe conducir a tal certeza de nosotros mismos que nuestro camino nos parezca el único verdadero para todos. En plena claridad, puede uno adentrarse en un camino errado”.

— Karl Jaspers

Las cuales son sólo un ejemplo, quizás el más escandaloso para nosotros, pero no el único. Cosas igual de graves se puede decir sobre otros muchos desvíos de la “espiritualidad” actual:  usura en los rituales, alineación con los intereses de los no necesitados (una especie de desvergonzada tendencia  a aumentar el tamaño de las agujas y disminuir el de los camellos); ausencia de un liderazgo contundente frente a los problemas ecológicos planetarios, etcétera, etcétera, etcétera. Sé que recuperar la confianza de la gente exigiría tratar a fondo cada uno de estos etcéteras, sobre todo aquellos que tocan a la educación directamente. Sin embargo, no es éste el espacio para hacerlo. Ya tendré, en otra ocasión, la oportunidad de disertar acerca de algunos puntos fundamentales, como el de la llamada no binariedad, que empieza a ser crucial en la mayoría de las escuelas. A quienes en el siglo pasado nos parecía que el hippismo y los movimientos políticos y artísticos de los sesentas eran la más extrema transgresión juvenil a la que podíamos llegar, nos estremece ahora darnos cuenta de que aquellos eran sólo el embrión de lo que hoy está ocurriendo. Por poner el ejemplo más visible: aquella disruptiva unisexualidad en la ropa y el peinado se ha convertido ahora en una libertad para modificar el propio cuerpo de maneras permanentes en casi cualquier aspecto, desde el color de la piel hasta lo genital y las estructuras óseas. Hay que puntualizar que este tipo de libertad para nada comienza en la pasada década: se remonta a las primeras disecciones anatómicas del cuerpo humano en los inicios de la modernidad (hasta entonces prohibidas) y se desarrolla plenamente con la medicina de los siglos XIX y XX. Hoy, transformar el cuerpo tiene mucho que ver con los avances de la genómica, la inteligencia artificial y la robótica (quien quiera leer una amena, profunda y bien informada revisión de todo esto, puede acudir al libro Historia militar de la caloría de Fabrizzio Guerrero McManus).

Como todo lo humano, dichos cambios no son ajenos a la espiritualidad. Por el contrario, algunos pensamos que ésta es su punta de lanza; y así como una tendenciosa visión prohibió en el siglo XIX (con mucho éxito) el uso de anestesia durante el parto, argumentando que se contraponía al designio divino de “dar a luz con dolor”, hoy una espiritualidad renovadora no puede sino dignificar la búsqueda de una relación de libertad con el propio cuerpo y abrir e impulsar un diálogo profundo acerca de la reinvención de nosotros mismos.

Todo esto no tiene por qué estar ausente de nuestras aulas.


Andrés García Barrios es escritor y comunicador. Su obra reúne la experiencia en numerosas disciplinas, casi siempre con un enfoque educativo: teatro, novela, cuento, ensayo, series de televisión y exposiciones museográficas. Es colaborador de las revistas Ciencias de la Facultad de Ciencias de la UNAM; Casa del Tiempo, de la Universidad Autónoma Metropolitana, y Tierra Adentro, de la Secretaría de Cultura.

Aviso legal: Este es un artículo de opinión. Los puntos de vista expresados en este artículo son propios del autor y no reflejan necesariamente las opiniones, puntos de vista y políticas oficiales del Tecnológico de Monterrey.

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