Opinión | El ritual escolar: tipos de maestros

Hoy en día, la importancia de comunicarnos es universal e incuestionable. Sin embargo, la primacía de la comunicación en el ritual escolar es cuestionable.

Opinión | El ritual escolar: tipos de maestros
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Para los occidentales del siglo XXI, la importancia de comunicarnos es tan universal e incuestionable, que difícilmente creeremos en un proceso de enseñanza aprendizaje donde el diálogo no exista. Sin embargo, pensadores de Oriente y Occidente han insistido en que la educación sin comunicación existe y que su poder es aún más grande que el de las prácticas a las que hoy estamos acostumbrados. Así pues, la primacía de la comunicación en el ritual escolar es cuestionable. Las visiones sobre ella tiran hacia polos distintos: para algunos, todo lo humano comunica; para otros, una verdadera comunicación es imposible; para unos, la comunicación permite el entendimiento entre humanos; para otros, las personas creen comunicarse pero siempre están desprotegidas ante el engaño.

El filósofo surcoreano Byung-Chul Han menciona rituales capaces de crear verdaderas comunidades sin necesidad de que haya comunicación entre sus miembros; son rituales donde la simple repetición de gestos ancestrales fragua la identidad común, sin que medie entre sus participantes ningún mensaje ni ningún acuerdo. Contemplar la posible existencia de una comunidad así ―cuya fuerza y cohesión interna hacen a un lado lo inauténtico― es especialmente importante en un mundo como el actual en el que, a pesar de las infinitas redes de comunicación, los seres humanos no parecemos estar creando una verdadera comunidad ni llegando a ningún acuerdo perdurable.

En el ámbito de la educación, el modelo ritual que Han describe opera cuando el maestro se limita a mostrar sus propias habilidades frente al alumno, dejando que éste aprenda y resuelva. El maestro se echa a andar, y es el alumno quien ve en ello un ejemplo de lo que significa “conducirse”. También George Steiner ―en su libro Lecciones de los Maestros― nos recuerda la existencia de maestros que simplemente actúan mientras sus alumnos miran y aprenden. En estos casos el énfasis está puesto en el alumno y en sus deseos de aprender; se trata, pues, de una especie de autodidactismo. El guía no admite preguntas porque no existen respuestas: toda verdad está por descubrirse, o más bien, está por descubrirla el alumno, y en el caso de que éste tenga preguntas, las respuestas parecen carecer de sentido, como ocurre con los koanes chinos:

― Maestro, ¿qué debo hacer?

― Cuando ambas manos aplauden se produce un sonido. Ahora vete y trata de escuchar el sonido de una sola mano que aplaude.

El alumno puede pasar años vagando en torno a este acertijo.

Mediante este tipo de aparentes sinsentidos, el maestro intenta ―entre otras cosas― quitarle al alumno la idea de que la respuesta a sus dudas vendrá del exterior. Se trata de desorientar al discípulo para que encuentre su propia verdad. Debe evitarse toda seducción en la que el alumno se vea atrapado en la personalidad del maestro y renuncie a la suya propia. Hay otros ejemplos divertidos: en su obra de teatro Theos, Woody Allen menciona uno de esos famosos acertijos: “Si un árbol cae en el bosque, y no estamos cerca para oírlo, ¿cómo sabemos que hace ruido”. Por mi parte, recuerdo el letrero que colgaba en el umbral de una famosa librería, digno ―sin quererlo― de la entrada de la más elevada escuela budista: “Favor de no abrir ni cerrar esta puerta”.

A los occidentales nos es prácticamente imposible imaginar un maestro que enseñe sin comunicarse; es más, nos es difícil pensar en gente que esté junta sin que entre ella circule una buena cantidad de mensajes: en una sala de espera, dos personas que guarden silencio se estarán “diciendo” innumerables cosas, ya sea por su actitud física, su forma de vestir o por el más pequeño gesto.

A mediados del siglo pasado un grupo de estudiosos reunidos en la llamada Escuela de Palo Alto (con sede en California, Estados Unidos) se atrevieron a decir algo atronador: Todo comunica. Todo, absolutamente todo, ya sea de forma consciente o inconsciente. Desde ese punto de vista, el solo hecho de participar en un ritual silencioso y meramente formal es ya una manera de expresar la conformidad con él, de comunicar que se está de acuerdo con que ese ritual exista. Si se está inconforme (y si las teorías de Freud sobre el inconsciente son de verdad universales), ni siquiera los orientales tendrán manera de ocultar esa inconformidad y tarde o temprano la dejarán ver (a través de un lapsus, por ejemplo). Lo mismo pasa con el maestro que “educa con el ejemplo”: inmerso en una estructura en la que todo comunica, no puede dejar de emitir y recibir infinitos mensajes, del tipo que sea, y su intento de mantener una neutralidad ante el alumno será infértil.

No intento descartar el ideal de un maestro cuyo nivel ilimitado de “conciencia” haga de él un ser ejemplar sin que tenga la menor intención de serlo. Pero son casos excepcionales. Mis comentarios intentan más bien prevenir sobre situaciones en que el alumno idolatra a su maestro por considerarlo un “ejemplo a seguir” y éste fomenta o al menos aprovecha la ocasión para su beneficio. La creencia en “maestros ejemplares” conlleva riesgos.

Verdades universales

En occidente, la tradición que impera es la del maestro que transmite un conocimiento común a todos. En esta tradición no es cada uno quien encuentra su propia verdad. El maestro mismo es receptor y transmisor de saberes que nos rebasan a todos y a los que es conveniente adherirnos. Este tipo enseñanza pone el énfasis en el maestro y en lo que él se ha preparado para decir. Un maestro así se propone transformar al alumno para que aprenda lo que “se debe saber” y lo que “se debe hacer”. En este modelo de enseñanza, todos llegan a la verdad por el mismo camino, de suerte que la tarea del profesor es transmitir y entrenar al alumno en una habilidad ya bien probada. Para acceder a la verdad, el ser humano renuncia a la mayoría de sus atributos y se limita a su razón. El maestro es el guía estricto que conoce el sitio al que se quiere llegar, y admite todo tipo de preguntas siempre y cuando permitan avanzar hacia ese conocimiento establecido de antemano.

A los occidentales nos es prácticamente imposible imaginar un maestro que enseñe sin comunicarse.

Lo anterior puede sonarnos completamente fuera de uso. Sin embargo, no lo es; además, si lo fuera, deberíamos detenernos un poco a pensar si es conveniente que una enseñanza así desaparezca del todo. Consideremos que este tipo de formación tiene una inmensa ventaja (ventaja que sin duda le trajo parte de su éxito en la edad moderna): en este modelo, ningún individuo debe imponer sobre otro su criterio: los maestros no están hechos para dictar su verdad a nadie: la verdad es universal y su llamado está dirigido a todos. En la relación maestro/alumno, cualquier intento de seducir o dejarse seducir es contrario a la verdad que se comparte. La ley ―ya sea política, moral o científica― está más allá de las opiniones y por lo tanto de las relaciones personales, y en esto se es categóricamente estricto. Un buen ejemplo lo da la siguiente anécdota: en 2015, el Premio Nóbel de Medicina, Tim Hunt, se atrevió a bromear públicamente con la idea de que mujeres y hombres deben trabajar en laboratorios separados porque no es raro que aquéllas lloren al enfrentar problemas profesionales o “se enamoren” de sus compañeros, y que ello entorpece el trabajo. Inmediatamente después de estos “graciosos” comentarios (y con inmediatamente quiero decir antes de que el científico puidera regresar a su casa), la prestigiosa University College de Londres (UCL) de la que era miembro, ya le había pedido su dimisión. Ésta es una historia en que una postura feminista (en este caso radical, pero que en esencia comparto) retroalimenta a la premisa incuestionable de que ningún individuo, ni de broma, puede intentar ponerse por encima de la ley universal (aquí, la ley científica) que es ajena a toda diferencia entre personas.

Verdad personal y redes sociales

Frente a tales posturas (que ponderan lo ideal sobre lo concreto y lo general sobre lo individual), nuestra época posmoderna ha reaccionado proponiendo ―e incluso imponiendo― la existencia de verdades individuales que salvaguardan la participación y los méritos personales, y afirmando que hace mucho que las categorías universales demostraron su ineficacia. Esta posición también conlleva riesgos. Cuando Byung-Chul Han describe los rituales de una comunidad sin comunicación, lo hace contraponiéndolos a nuestra realidad contemporánea, en la que la existencia de verdades individuales va emparejada con un diálogo vacío, donde los medios de comunicación ―presididos por las redes sociales― prácticamente obligan a la persona a escuchar sólo aquello que coincide con lo que ella piensa: así, su verdad personal acaba siendo sólo una plática consigo misma. Para el filósofo surcoreano, se trata aquí de una comunicación sin comunidad, donde los mensajes fluyen entre distintos yos sin que jamás puedan constituir un “nosotros”.

Esta realidad aterriza en un modelo de escuela que fomenta en el alumno la idea de generar su propio curriculum, su programa de estudios personalizado, y en el que el estudiante acaba creyendo que se rige por su propio interés cuando en realidad sólo está aprendiendo lo que el sistema de comunicación (por ejemplo, el algoritmo de una red social) le dicta. Se trata de un nuevo tipo de soledad que antes fue visto como locura y que ahora es el más habitual modus operandi. Hace poco circuló en redes sociales un chiste que decía: “Yo soy mi propio jefe, así que si me ven hablando solo, es que estoy en una junta”. Genial chiste, por ser cierto. El maestro de estos futuros jefes está ahí sólo para aportarles los recursos que creen necesitar, convirtiéndose en un proveedor externo al proceso de aprendizaje, que el alumno equivocadamente siente gestionar por sí mismo.

El maestro líder

En artículos anteriores cité la idea de Erich Fromm de que el conocimiento que se adquiere mediante el razonamiento tiene un límite, después del cual comienza un espacio misterioso; en esa frontera, la razón entrega la estafeta a la única cualidad humana capaz de traspasarla: nuestra capacidad de Amar, la cual es perfectamente compatible con lo racional (Karl Jaspers, el filósofo alemán, habla de un tipo de pensamiento que “trasciende la razón, sin perder la razón”). Desde mi punto de vista, en un mundo tan convulsionado como el nuestro, el proceso de enseñanza aprendizaje debe ser guiado por este tipo de sentimiento/pensamiento trascendente, único que le permite recomponer sus ingredientes esenciales y seguir impulsando en sus miembros el florecimiento personal y la cohesión comunitaria.

En este cuarto modelo de enseñanza aprendizaje (el de un ritual escolar recompuesto), la imagen del maestro tiene especial relevancia. Para usar términos que nos son familiares, me referiré a ese ideal de maestro como “maestro líder”. Éste, en mi acepción, es aquel para el cual la escuela es en esencia un juego, un ejercicio lúdico que nos prepara para responder colectivamente al ineludible llamado a la verdad, y para seguirlo “más allá de la razón, sin perder la razón”. Aprender es siempre una aventura que lleva al ser humano fuera de sus islas de certezas, y por lo tanto implica un riesgo; el maestro líder pone todo su amor para salvaguardar la integridad de sus alumnos en ese intento.

Hoy en día, la importancia de comunicarnos es universal e incuestionable. Sin embargo, la primacía de la comunicación en el ritual escolar es cuestionable.

El maestro líder incorpora todos los modelos anteriores al conducir la aventura. Se vuelve ejemplar por el simple hecho de ser auténtico, es decir, de reunir en un todo coherente sus formas de pensar, sentir y actuar. Pero también, como ya ha recorrido el camino por lo menos una vez, sabe mejor que sus alumnos lo que se puede esperar y les aporta de forma explícita todas las herramientas de conocimiento que la humanidad le ha heredado. Asimismo, mirando de reojo siempre a lo inesperado, sabe que frente a éste cada persona debe conservar su capacidad de reacción individual y su autonomía, y alienta éstas, dando cabida a un cierto grado de auto-didactismo, de autogestión; sin embargo, no deja nunca de convocar a todos a un solo sitio de encuentro.  Finalmente (volviendo a aquello de “educar con el ejemplo”), su mejor lección es la forma en que él mismo confía en la comunicación para ir adelante. Acepta que creer en la autenticidad de los demás es un riesgo pues siempre está presente la posibilidad de engaño, pero también sabe que ese riesgo no es mayor que el de la condición humana en sí misma, la cual tiene por destino responder al llamado de una verdad rodeada de incertidumbre. Así pues, con su mejor voluntad, da el salto al vacío, confiando en que, en el peor de los casos, le ocurrirá como a aquel sabio del que cuenta Oscar Wilde, que dejó ir el conocimiento perfecto y recibió el Amor de Dios a cambio.


Andrés García Barrios es escritor y comunicador. Su obra reúne la experiencia en numerosas disciplinas, casi siempre con un enfoque educativo: teatro, novela, cuento, ensayo, series de televisión y exposiciones museográficas. Es colaborador de las revistas Ciencias de la Facultad de Ciencias de la UNAM; Casa del Tiempo, de la Universidad Autónoma Metropolitana, y Tierra Adentro, de la Secretaría de Cultura.

Aviso legal: Este es un artículo de opinión. Los puntos de vista expresados en este artículo son propios del autor y no reflejan necesariamente las opiniones, puntos de vista y políticas oficiales del Tecnológico de Monterrey.

Este artículo del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación puede ser compartido bajo los términos de la licencia CC BY-NC-SA 4.0