Opinión | Escuela para señoritos

¿Cómo sería una escuela que innovara de verdad en enseñar a las nuevas y viejas generaciones sobre aspectos básicos como el ‘ABC del hogar y la sociedad’?

Opinión | Escuela para señoritos
Una lectura de 8 minutos

Fui educado por mis padres y mi nana en el más estricto valor de la hospitalidad. En casa, los invitados siempre eran los primeros en recibir atenciones y por ningún motivo debía hacérseles sentir como si no estuvieran en su propio hogar. Existía la tácita consigna de que el invitado no podía equivocarse; es decir, de que todo lo que él o ella hicieran, sería tomado por correcto.

En casa faltaban y fallaban muchas cosas, pero si algo me enorgullecía era saber que todo lo que ahí había se ofrecía a nuestros invitados con toda generosidad. Por supuesto, me sorprendió cuando me di cuenta de que no en todas las casas ocurría lo mismo; de que uno podía encontrar malas caras, rincones vedados y hasta un ambiente hostil. Alguna vez ─aun siendo niño─ se me reprendió ofensivamente en la casa de un amigo cuando por accidente tiré al piso un valioso adorno.

Años más tarde, por una especie de lógica contigua, me seguía siendo imposible comprender que, amigos sentados a una misma mesa en un restorán, tuvieran que elegir platillos distintos, cada uno de acuerdo con sus posibilidades económicas. Aquella brecha que para algunos resultaba normal, para mi separaba de manera brutal a personas que en otras cosas se considerarían entrañables. La ley moral que regía en mi casa ─y que gracias a la dulzura de mi madre y de mi nana se convertía en una especie de ley amorosa─, se extendía ante mis ojos a todo espacio público, en donde los seres humanos éramos iguales justamente porque en él todos nos investíamos tanto de comensales como de anfitriones.

Muchos años después de los recuerdos que me asaltan en este momento, leí un obra teatral de Víctor Hugo ─el gran escritor romántico francés─, que se llamaba Hernani, de la que mi padre me había hablado con enorme admiración. En ella ocurría algo asombroso, un episodio que durante años me sirvió como ejemplo perfecto de lo que según yo debía ser la hospitalidad. Hernani era ─y cuento de memoria─ un héroe al que por algún motivo perseguía una multitud de furiosos rivales. Huyendo, llegaba al castillo de uno de ellos y lograba introducirse disfrazado. Cuando el dueño del castillo descubría que debajo de aquel disfraz se hallaba su enemigo mortal, ya era demasiado tarde: una vez dentro del castillo, las leyes de la hospitalidad lo obligaban a defender a Hernani, incluso contra sus propios aliados que, desde afuera, le exigían entregar al huésped. Negándose a hacerlo, defendía a Hernani con su propia vida.

Tales eran mis leyes ideales. Y al parecer las de muchos otros: hay una vieja película, donde aparece el actor Dustin Hoffman, que trata un tema parecido: se llama Perros de Paja. Prefiero no contarla aquí y sólo recomendar a mis lectores que la vean.  Sospecho que, siendo la joya que es, los años no habrán reducido su vigencia.

Si no me equivoco, décadas después del estreno de Hernani, comenzaron a proliferar en Europa (todavía en el siglo XIX y seguramente en un contexto de crisis de valores como el nuestro) esa especie de escuelas de señoritas, espacios públicos donde se enseñaba a las chicas a conducir una casa según protocolos y moralidades que empezaban a decaer en los hogares y que por lo tanto ya no se transmitían de generación en generación con el simple ejemplo. Mis lectores que rebasen los sesenta, estarán de acuerdo en que no hay nada más caricaturizable que esas instituciones decimonónicas donde se enseñaba a las muchachas a efectuar labores del hogar, modales caseros y sociales, y estrategias de todo tipo para la educación de los hijos. Nada nos parece más ridículo que esas maestras de rostro alargado, flacas como palillo de dientes y vestidas casi de luto, que con una regla en la mano ─como varita mágica─ enseñaban a sus alumnas a cocinar, zurcir, ser buenas esposas, caminar con elegancia, sentarse con decoro, organizar una fiesta, atender invitados y dirigir de forma correcta a la servidumbre.

Los tiempos han cambiado… Ahora me viene a la memoria una obra de teatro que escribí de joven, en la que un hombre presume a otro que él sabe planchar, lavar ropa, cocinar y hacer la limpieza, y concluye “Soy un hombre moderno…”, antes de hacer una pausa y añadir: “Los hombres modernos nos parecemos a las mujeres antiguas”.

Los tiempos han cambiado. Ahora las mujeres no aprenden este tipo de cosas ni en el hogar ni en las escuelas, y deben ejercerlas de manera intuitiva y forzada mientras que los hombres todavía no hemos ni siquiera entendido que cuando un rollo de papel higiénico se acaba, no surge otro ahí mismo de manera espontánea.

Si las y los lectores recuerdan, en desarmonías de pareja como ésta nos encontrábamos hace casi cuatro años cuando llegó la pandemia de COVID 19. Con el exigido “Quédate en casa”, se nos reveló que antes del coronavirus, las feroces asimetrías entre mujeres y hombres en el hogar sólo eran paliadas por las largas pausas que gozábamos en la convivencia (es decir, porque antes sólo había que soportar a la pareja a ratos por la mañana, por la noche y los fines de semana).

Veintiséis porciento de divorcios se reportan en el Estado de México (la entidad en la que vivo). Me atrevo a plantear que esta desmesurada cifra es resultado de esas desavenencias que ya duraban décadas y que fueron recrudecidas y evidenciadas ─de forma irreversible─ por la pandemia. Mi experiencia personal me dice que en esos difíciles tres años, los hombres en general quisimos imponer las formas de trato y organización a las que estábamos acostumbrados en nuestros trabajos. Las mujeres se habrán opuesto a recibir críticas y órdenes en cosas que llevaban haciendo toda la vida (para colmo, con gran disgusto), y habrán tratado de imponer a la vez a sus parejas (después de percatarse de que “enseñarles” no tenía ningún resultado) a no meterse en sus asuntos, dando al traste finalmente ─entre ambos─ a toda posibilidad de convivencia y llevándose de corbata las pocas cosas que aún les gustaban del otro.

En resumen, las mujeres ya no quieren ser dueñas exclusivas del hogar y los hombres no hemos sabido apropiarnos (incluso reclamar) nuestra parte. Hay un gran vacío (que no todos considerarán grave dado el desdén que desde hace rato provoca ese tipo de tareas). Lo mismo pasa con la educación de los hijos y, por extensión, con todas las normas sociales de convivencia. En cuanto a nuestro comportamiento social, como dice la canción, “Sabrá Dios, uno no sabe nunca nada”. ¿Puede alguien mencionar al menos una norma vigente en materia de hospitalidad y cortesía, valores tan esenciales como ridículos actualmente? Yo sólo conozco dos: una es la obligada ley que predican todos los restaurantes de que en ellos no se discrimina a nadie (ley que nunca ha sido necesaria pues en México, desde siempre, los excluidos han evitado los lugares donde los rechazan): y otra que yo y todos conocemos: que cuando tenemos invitados, hay que guardar las apariencias.

Desaparecidos los colegios de señoritas, y de alguna forma toda enseñanza semejante, todavía no se abre, que yo sepa, ningún lugar donde lo entrenen a uno, como hombre, a criar a los hijos y cumplir responsabilidades en el hogar, por lo que es natural que escaseen por todas partes cualquier tipo de reglas de convivencia social realmente eficientes. Hoy por hoy los jóvenes intentan aprender por cuenta propia a convivir, a través de las redes sociales y, mientras lo logran, cada quien se rasca con sus uñas, por lo que si no nos hemos sacado los ojos todos a todos es porque Dios es grande, ya sea por habernos dotado de un natural miedo a los demás o por proveernos de un también natural amor al prójimo, independiente de toda norma.

¿Cómo sería una escuela que innovara de verdad en enseñar a las nuevas y viejas generaciones sobre estos aspectos sociales básicos? Es tal la diversidad de temas que seguramente los programas escolares se modificarían por completo, sacrificando incluso la tan actual educación por proyectos para convertirse en algo así como Colegios para señoritos y señoritas (creo que sería más fácil y actual llamarles señorites) o en un diplomado virtual con el nombre El ABC del hogar y la sociedad, donde las materias irían desde Colgar toallas 1 hasta Pedir Por favor y Ceder el paso.

Aquí sólo puedo imaginar parte del temario y dar una especie de esbozo, desordenado y no muy comprometido, de la forma de impartirlo. Para empezar, el programa de estudios se dividiría en dos grandes capítulos: Hogar y Sociedad (en vez de Sociedad iba a decir “comunidad” pero creo que es necesario hacernos a la idea de que el hogar también es una comunidad, constituida por personas diferentes, relativamente desconocidas entre sí, y no ─como se ha querido imponer tradicionalmente─ un espacio en el que la convivencia está dada por hecho).

Aunque mi Colegio para Señorites se limita a ser una pura fantasía, no deja de tener sus complejidades. Para poner un ejemplo, empiezo por una asignatura que bien podría ser la primera de una licenciatura sobre acuerdos domésticos de pareja. ¿Su título? ORDEN Y LIMPIEZA. Tiene que ver con los objetos, con el espacio del hogar y con nuestro tiempo, realidades que además de cotidianas pueden estudiarse dentro de un orden epistemológico sumamente complejo. Parecería que estoy bromeando, pero la verdad es que no; sólo estoy complicando las cosas, o más bien mostrando su verdadera complejidad. Cuando los filósofos nos hablan de Objeto, Sujeto y cosas de esas, no se están refiriendo a entidades abstractas como objetos geométricos y sujetos de un silogismo, sino a nosotros mismos cuando nos preguntamos sobre el valor “real” de ordenar la casa o de aprender a pedir permiso si necesitamos que alguien nos abra paso. Ciertamente, en la mayoría de los casos, nuestro cerebro realiza estas operaciones valorativas con más velocidad que los libros de ontología y ética, y sin embargo no quiere decir que éstas disciplinas no describan lo cotidiano y que su dimensión no pueda hacerse presente al menos en condiciones individuales extremas como la del llamado TOC (Trastorno obsesivo compulsivo, sobrediagnosticado en nuestra época, por cierto), en el que una constante pregunta sobre la realidad de los objetos invade la conciencia.

Creo que una complejidad filosófica semejante se descubriría en otras asignaturas como ¿QUIÉN HACE LA COMPRA? o CUANDO EL OTRO RONCA.

Todavía en el tema Hogar, otra asignatura abordaría el hecho de que la participación de ambos miembros de la pareja es fundamental en el desarrollo de los hijos. Los hombres hemos descansado ya mucho tiempo sobre la idea de que nuestra mera presencia es suficiente para hacernos padres. Sin embargo, para muchos es obvio que necesitamos participar de forma directa como educadores, conductores, guías o como quiera que llamemos a lo que somos para nuestros hijos. También sabemos que, una vez asumido lo anterior, aplicarlo es difícil, no sólo por los retos de toda interacción humana, en especial la educativa, sino porque nuestro rol masculino está sumamente desfigurado en esta época. En la escuela de la que hablo, se haría mucho caso al psicoanalista Massimo Recalcati, quien ya nos sitúa a los padres como despojados de esa investidura patriarcal que antes nos garantizaba el imponer las leyes familiares, y considera que hoy nuestras funciones son principalmente dos: dar a los hijos no las reglas de vida sino sólo el testimonio de nuestra experiencia personal, y favorecer el que la mujer se desvincule de su papel exclusivo de madre, tanto para que permita el crecimiento de los hijos como para que recupere su condición de persona autónoma.

Pasando al capítulo SOCIEDAD, nuestra tira de materias podría reducirse, creo, a las dos que he mencionado: hospitalidad y cortesía. Son palabras que parecen sacadas de un libro de caballeros andantes, y sin embargo quiero rescatarlas aquí pues me parece que basta con desempolvarlas para que muestren su gran poder sugestivo, su elocuencia. Según yo, ésta radica en que todavía resumen y orientan éticamente los dos movimientos fundamentales de todo intercambio humano: los de dar y recibir. La hospitalidad es eso, una guía sobre el recibir: recibir a alguien en nuestro entorno, en el entendido de que también recibimos lo que nos da con su llegada. Recibir algo de alguien es guardar y cuidar a ese alguien dentro de nosotros (el gran filósofo de la deconstrucción, Jacques Derridá, le dedica al tema una parte importante de su pensamiento, distinguiendo por ejemplo entre una hospitalidad sin restricciones y una hospitalidad que impone condiciones —como las que muchos países aplican a los migrantes—, la cual acaba agravando la desigualdad entre la gente). Por su parte, la cortesía nos orienta en la manera de dar, de acercarnos a otros: conduce nuestra generosidad en la medida en que siempre tiene en cuenta lo que el otro espera y requiere, y no sólo lo que queremos darle. Ambas, hospitalidad y cortesía, suponen un esfuerzo y siempre toman en cuenta el esfuerzo ajeno.

No se me ocurre otra forma de cerrar este artículo que recordar aquellos tiempos de mi infancia en que los hombres adultos menospreciaban la charla de las mujeres porque éstas sólo hablaban de cómo había subido el precio de las cosas, de las dificultades en las tareas del hogar y de los dilemas en la educación de los hijos. Hoy no encuentro temas que puedan ser más importantes que éstos. Creo que son la base de todo lo que nos ocurre y de lo que podemos esperar que nos ocurra como personas, como sociedad e incluso como humanidad, dadas las difíciles condiciones cotidianas que hemos creado. Espero que una nueva escuela deje de lado tanta importancia puesta en conocimientos de improbable aplicación, y se concentre en estos otros, que ya hace tiempo parecen ser para nosotros asuntos de estricta supervivencia.

Este artículo del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación puede ser compartido bajo los términos de la licencia CC BY-NC-SA 4.0