El ritual escolar | Educación: Ocio y negocio

En esta entrega del “Ritual escolar”, Andrés García Barrios reflexiona sobre la relación entre el origen de las palabras «escuela» y «negocio». Y cómo la pandemia evidenció las virtudes de la educación en línea y el autodidactismo.

El ritual escolar | Educación: Ocio y negocio
La escuela de Atenas. Pintura de Rafael Sanzio
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En su libro Lecciones de los maestros, George Steiner habla de los antiguos sofistas griegos, primeros “filósofos” que cobraron por sus enseñanzas. Con este pretexto, el pensador británico entra en una serie de reflexiones sobre qué tan legítimo es recibir dinero a cambio de compartir con otros la sabiduría. Steiner, profesor durante décadas, confiesa sus propios cuestionamientos e incluso remordimientos por aceptar una paga por su actividad docente, declarando que, dado lo que ha recibido por ser educador, “podría haber sido absolutamente más apropiado que yo pagara a quienes me invitaban a enseñar.” Sin embargo, también admite que “un sentido común airado, desdeñoso, exclama: ¡los profesores tienen que vivir; incluso (los más) elevados Maestros tienen que comer!

El asunto no es fácil. A la educación le rodea un aura milenaria que emparenta al maestro con el sabio y a éste con el santo, de tal forma que educar sigue teniendo un pie en el mundo espiritual y otro en el terreno de la recompensa económica. Entre los maestros se cuentan seguramente algunos de los profesionistas más tímidos a la hora de negociar honorarios.

Las asociaciones entre escuela y subsistencia material son también de otros tipos. Incluso antes de mencionar la obvia relación entre recibir una formación académica y ganarse la vida, podemos decir que entre escuela y negocio hay un vínculo que data del origen mismo de esas dos palabras. Ya he dicho en otro lugar que en su etimología, escuela (scholé) significa ocio, es decir, lo contrario de negocio: el primero habla de juego y descanso, y está asociado con un conocimiento que vale por sí mismo; el segundo refiere al trabajo, al deber, y se le asocia con una actividad útil para obtener algo. A pesar de esta oposición etimológica entre escuela y negocio, no se necesita gran ciencia para advertir que la relación entre conocimiento y subsistencia material está presente en el hecho educativo desde sus orígenes y que es parte de un ritual escolar que reúne el amor al conocimiento por sí mismo con un saber que prepara al discípulo para ganarse la vida. Pero esta relación nunca deja de ser tensa, y mientras el mundo de la filosofía se niega a poner un precio al conocimiento, el del mercado toma venganza subvalorando el papel del saber en las transacciones económicas; en éstas, la gente cobra por su tiempo y esfuerzo, o por correr un riesgo, pero no por lo que sabe (bajo esa óptica, a la gran mayoría nos sigue pareciendo abusivo el técnico que nos cobra un dineral por un trabajo que realizó en apenas unos minutos, sin importar que el resultado haya sido excelente). Aunque verosímil, no deja de sonar extraño aquello de: “Cobro por lo que sé hacer, no por el tiempo que me lleva hacerlo”.

Entre los maestros se cuentan seguramente algunos de los profesionistas más tímidos a la hora de negociar honorarios.

La academia, pues, está profundamente entreverada tanto con los negocios como con el amor a la sabiduría (o filosofía): recordemos que así, Academia, se llamaba la escuela de Platón, pero no olvidemos que si bien éste no cobraba nada a sus alumnos sí recibía mecenazgos que permitían sostener la escuela. Sócrates, su maestro, tampoco cobraba, pero no le faltaban los banquetes y las invitaciones a comer junto con sus discípulos. En el mundo cristiano, muchos grandes maestros fueron y son ascetas. Creo que es de San Francisco la frase: “Necesito poco y lo que necesito, lo necesito poco”, pero al propio Cristo ―que enaltecía a los pobres y marginados― no le interesaba mucho dar una imagen de sí mismo como de alguien que gozaba las privaciones: entre sus discípulos había uno que fungía de tesorero, su primer milagro fue dotar de vino a los invitados a una fiesta, multiplicó panes y peces para que sus seguidores comieran hasta hartarse y aún dejar sobras, y otros ejemplos.

Una de las principales preocupaciones en torno a que los maestros cobren por sus enseñanzas es que sesguen éstas para mantener contento a quien paga. El riesgo de no complacer al alumno es, obviamente, perder la chamba; pero en algunos contextos, defraudar al discípulo puede tener consecuencias fatales (se me viene de golpe el caso trágico de Giordano Bruno, quien cayó en manos de la inquisición delatado por un mediocre alumno insatisfecho con sus enseñanzas).  Otros problemas que surgen con la paga: que el maestro resulte en realidad un impostor que cobra por enseñar cosas falsas, o un gran conocedor que retrasa el avance del alumno para seguir cobrando (o de plano para eliminar competidores futuros desde la raíz misma; pero ese es otro caso).

Por fortuna, la humanidad pronto buscó protegerse de este tipo de riesgos y consiguió desarrollar un modelo educativo institucional que reguló poco a poco la difícil relación entre alumnos y maestros. Éste es el origen de los programas básicos de estudio, los perfiles profesionales, las estrategias de evaluación, la regulación de colegiaturas y salarios, y muchas otras cosas. Para instrumentar tales beneficios, la institución atrajo también el cobro por la docencia, dejando atrás el viejo sistema artesanal de enseñanza. Lo que me importa ahora destacar es que todos estos cambios, con sus grandes ventajas, representan también un riesgo. Son (como todo lo humano) un arma de dos filos, es decir, algo difícil de manejar: por un lado, garantizan un nivel de calidad mínimo en el aula tanto por parte de los alumnos como de los maestros, pero por otro tienden a crear sistemas de calidad estandarizada y un tipo de relación maestro/alumno que a la larga puede acabar por homogenizar el intercambio.

Cada vez emerge más clara la imagen de una escuela que espera que sus maestros enseñen, exijan y evalúen lo mismo de todos sus alumnos, y que éstos tengan un nivel de formación más o menos uniforme; se trata de una escuela que otorga cada vez menos valor a la originalidad de quien aprende, de quien enseña y de lo que se enseña, y a cuyas puertas la sociedad espera ávida a que salgan no los mejores ni más calificados especialistas, sino una horda de profesionistas estandarizados, lo suficientemente grande como para que nunca falte quien cubra las también estandarizadas necesidades sociales.

Las escuelas, que antes formaban una variada red de personalidades, conocimientos, deseos, aspiraciones, logros y desafíos, ahora tienden a la homologación y a emparejar a los alumnos en un cierto nivel de costo beneficio.

Las escuelas, que antes formaban una variada red de personalidades, conocimientos, deseos, aspiraciones, logros y desafíos, y que fomentaban la competencia y la diferencia para al final entregar al mundo un verdadero mosaico de profesionistas, esas mismas escuelas ahora tienden a la homologación y a emparejar a los alumnos en un cierto nivel de costo beneficio. El panorama es tan desconcertante que algunos ya empezamos a extrañar aquellas escuelas a las que antes criticábamos por fomentar la competencia entre los alumnos (nos parecemos a esos padres que, al ver cómo sus hijos se aíslan en sus pantallas, sienten nostalgia por tiempos en que la familia se reunía a convivir viendo la tele).

En la medida en que la escuela estandariza sus resultados y homogeniza a sus estudiantes, parece que la labor se vuelve más simple: se puede admitir más alumnos e impartir clases más rutinarias y menos comprometidas personalmente; el desempeño de los maestros se puede estandarizar y volverlos más fácilmente removibles e intercambiables (sus sueldos, obviamente, también se atienen a esta dinámica). Pero esto es solo en apariencia. Porque, paradójicamente, cuando los alumnos o sus padres notan que los estudios están siendo cada vez más homogéneos y los resultados más parecidos en todas partes, más se dan cuenta también de que en el fondo las escuelas son intercambiables: salvo excepciones, es muy poco lo que las distingue.

Y ahora la peor noticia: basta una pandemia que evidencie las virtudes de la educación en línea y de su primo hermano, el autodidactismo, para que se desate una tendencia exponencial a dejar de lado la oferta curricular estandarizada y a virar hacia lo autogestivo, hacia la educación self service con su gran variedad de opciones de formación. La realidad siempre está más viva que la programación y la planeación. De forma brusca, el sistema educativo empieza a reconocer la necesidad de adecuarse a este modelo de autogestión mediante varias estrategias. Ahora que la información del más alto nivel está a la mano de cualquier internauta, las escuelas empiezan a verse en apuros para seguir siendo imprescindibles. Raudamente se movilizan para desarrollar programas, modelos, sistemas, estructuras, plataformas, etc., y para ampliar su oferta hacia aquellos que comienzan a formarse de manera autogestiva y a prescindir de un sistema curricular dictado desde afuera. Un bloque mundial de maestros y empresarios de la educación se esfuerzan cada día por cerrar filas e impedir que la autogestión se desborde y empiece a desplazar cada vez más a los sistemas académicos; sin embargo, la realidad ―con sus jóvenes espontáneos, sus padres suspicaces y sus empleadores simplemente a la caza del mejor postor― puede dar un revés fatal en cualquier momento.

Algunos pensamos que la solución no es seguir creando estándares, ahora extrañamente ofrecidos como “personalizados”, pues por este camino las escuelas sólo se verán en mayores aprietos para conseguir algo que las haga diferentes. En cambio, es posible que puedan seguir siendo imprescindibles si, aprovechando todas las ventajas de la tecnología a distancia, se apegan ardientemente a los valores de una educación donde el conocimiento que vale por sí mismo dialogue con los saberes hechos para ganarse la vida y donde el intercambio personal de alumnos y maestros florezca en relaciones originales y vivas, y sea esta vitalidad lo que las colegiaturas y salarios recompensen.

Las instituciones educativas deben transformarse y aprovechar todas las tecnologías y metodologías necesarias para convertirse en escuelas del futuro. Sin embargo, en última instancia solo podrán lograrlo si, con cada cambio, se aferran a la esencia explosiva y expansiva, cercana y profunda, de un ritual escolar que hemos venido heredando desde hace milenios.


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