Los expertos como discípulos | Entrevista a Roberto Tapia-Conyer, epidemiólogo y experto en inversión social

En esta entrega de la serie “Los expertos como discípulos”, Andrés García Barrios charla con el epidemiólogo mexicano Roberto Tapia-Conyer sobre el juego como vía de aprendizaje, el rol de la intuición en la formación de profesionales de la salud y la importancia de la salud pública.

Los expertos como discípulos | Entrevista a Roberto Tapia-Conyer, epidemiólogo y experto en inversión social
Una lectura de 10 minutos
Entrevista por Andrés García Barrios

La serie de entrevistas Los expertos como discípulos recoge las vivencias de destacadas personalidades durante sus procesos de aprendizaje, tanto en el ámbito académico como en la cotidianeidad. Tiene un doble objetivo: servir como herramienta de orientación vocacional para estudiantes, docentes y público en general, y destacar lo que a mi parecer es el rasgo más común de los seres humanos: el estar siempre comunicándonos y aprendiendo.

El Director General de la Fundación Carlos Slim y dos veces subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud de México, Roberto Tapia-Conyer, empieza esta entrevista contándonos parte de su infancia: lo que aprendió de dos padres admirables (y sin duda fuera de lo común), del ambiente también singular en el que creció y de las escuelas y maestros que le dieron las primeras bases académicas. Sólo añadiré aquí que realizó su maestría en la Universidad de Harvard y se doctoró con honores en la UNAM; que es profesor de esta universidad y de la de California, y miembro de tres Academias nacionales en México, y de numerosas organizaciones de epidemiología a nivel mundial.

Roberto, ¿cómo fue tu educación en la niñez y la juventud? ¿Qué recuerdas de aquellos tiempos y de tus primeros pasos por la escuela?

Yo nací y crecí en provincia, en una granja ubicada entre las ciudades de Apaseo el Grande y Celaya, en Guanajuato. Mis padres tenían propiedades agrícolas, así que ahí viví hasta la adolescencia, rodeado siempre de trabajadores y trabajadoras del campo. Pasaba las vacaciones con ellos, laborando, conviviendo estrechamente, desde tempranito. Al mismo tiempo, hacía la primaria y la secundaria en una escuela particular de Celaya, Guanajuato. En secundaria tuve una maestra muy especial ¡que me daba clases tanto de Filosofía como de Biología! Esta combinación me permitió entender, un poco más de lo común, la relevancia de la Biología, y ligando ésta con el trabajo en la granja, me empecé a interesar por la salud de los animales y el beneficio que podía traer a la gente. Decidí estudiar medicina veterinaria.  “Está muy bien ―me dijo mi papá―, aquí tenemos mucho trabajo para eso, pero… ¿no crees que puedes estudiar medicina “de humanos”? “¡No, no, no, a mí lo que me gustan son los animales, no, no, no!”, le dije. Él aceptó respetuosamente. La cosa es que un día, después de un intento fallido en la Universidad de Guanajuato, me vine a la Ciudad de México y fui directo a hacer mi solicitud de ingreso a la UNAM. Estaba formado en la ventanilla de Ciencias de la Salud y Humanidades (recuerdo todo esto muy bien, verás por qué), al frente de la larguísima fila de estudiantes, cuando escuché al empleado preguntarme a qué carrera querría inscribirme. “A medicina…”, le contesté, omitiendo sin querer lo de “veterinaria”. Entonces me preguntó: “¿Medicina de humanos o de animales?”, y en ese instante se me vino encima toda una avalancha de reflexiones acumuladas desde aquella plática con mi papá: “De humanos”, respondí. En un segundo tomé una decisión que definiría mi vida entera, de alguna forma.  Así es muchas veces lo que nos marca. Cuando regresé al pueblo y mi papá me preguntó cómo me había ido, le contesté: “Bien, el examen es tal día… Sólo te quiero avisar que voy a hacer la carrera de medicina de humanos”. Se le salieron las lágrimas y me dio un abrazo.

Habías confiado en él.

Así es. Te puedo decir que yo, más que aprender de la escuela formal y sus planes de estudio, aprendí del contacto humano, de los trabajadores en la granja, de las pláticas con mis maestros, y sobre todo de mis padres.

¿Recuerdas que pensaban tus padres sobre la educación?

Mi papá fue autodidacta. Había nacido en los primeros años del siglo 20, y a la edad de dieciséis, al morir su madre, migró a los Estados Unidos a emprender un nuevo proyecto de vida. Le taloneó duro y tuvo un éxito extraordinario: fue un gran innovador y promotor de la hotelería… Trabajó con la familia Hilton y durante mucho tiempo fue gerente del Waldorf Astorga, uno de los grandes hoteles de Nueva York, que es como decir del mundo. También creó el primer restaurante de comida mexicana en esa ciudad. En primeras nupcias tuvo a mi hermana mayor, Ana, y tras divorciarse, conoció a mi madre, una joven contadora pública, que años atrás había tenido una singular afición: ¡había sido acróbata ecuestre del circo más prestigioso de la Unión Americana, el Ringling Brothers Circus!

¡Eso es extraordinario! ¡Suficiente para motivar por siempre a un niño! Lo mismo que lo que hacía tu padre.

Y verás que no termina ahí. El sueño de mi papá era tener un rancho, así que un día ―atrevidos como eran― decidieron usar sus ahorros para comprarse una camioneta y un tractor, y emprender el camino a México. Y bueno, el sueño funcionó, ¡vaya que sí! Mi papá fue inventor de la hidroponía e hizo múltiples adecuaciones al cultivo de la cebolla y el ajo (fue el primero en exportar ajo a los Estados Unidos). Sin embargo, su éxito económico le tenía sin cuidado. El dinero nunca le atrajo, y nos lo decía: “Lo importante es la forma en que actuamos”. Claro, al fallecer él, estábamos endeudados y sin tener con qué pagar, ja, ja, ja. De mi papá aprendí lo que es una formación forjada con dedicación y esfuerzo.

Y gracias a él, en parte, en vez de ir a Veterinaria, un día entraste a la Facultad de Medicina de la UNAM.

Sí. Como dices, en parte.

¿Recuerdas ese día?

¿El primer día de clases? Nunca se me va a olvidar: fue el último año en que se permitieron las famosas novatadas. Los que entraban a Segundo agarraban a los de nuevo ingreso y los rapaban. Sabiendo eso, el día anterior fui a la peluquería a raparme. Así que, al llegar a la Facultad, al día siguiente, me agarró un cuate y me dijo: “¿Tú por qué ya vienes rapado?” “Porque ayer me agarraron”. “¡Ah, sí, cómo no! Entonces te vamos a echar pintura”. “No, no, no… ―le dije―, me agarró uno al que le dicen el…”, y me inventé un nombre, cualquiera. Me soltó. Eso me valió para que no me echaran pintura. Aquella fue una novatada tan violenta que hubo lesionados… así que acabaron prohibiéndolas. La mía fue la generación más grande que ha tenido la Facultad de Medicina. ¡Éramos miles, en las clases había cien, ciento veinte alumnos, imagínate! Era 1972. 

Las historias de tus papás me sugieren muchas preguntas. Trajiste a mi cabeza la imagen del circo, y me hace pensar en un tema que se ha vuelto central en la educación: el juego, el juego como vía de aprendizaje. ¿Existe el juego en la formación profesionales de la salud?

Bueno, un elemento que se utiliza mucho en la formación de profesionales de la salud es el Estudio de Caso. Tiene algo de juego, sobre todo ahora que, con el auge de la educación en línea, se ha convertido en una aplicación didáctica extraordinaria. Verás, el programa te plantea la condición de salud de una persona, y añade todo tipo de información sobre ella. Después te lleva a través de árboles de decisión por un sin número de preguntas que, gracias a su algoritmo, se van complicando de acuerdo con lo que contestas. Si cometes un error, te enseña por qué, igual que cuando aciertas. Es una especie de juego en el escenario de la vida real, que se usa cada vez más. Y es un juego detrás del cual hay una gran responsabilidad.

“La salud pública es una disciplina en general malentendida”.

El recuerdo de tu papá como inventor me remite a otro tema de interés en materia de educación: la creatividad. Se tiene la idea común de que en medicina el talento se reduce a conocimiento y técnica. ¿Es cierto eso o también interviene un elemento espontáneo al que podríamos llamar así, creatividad?

Depende mucho de la disciplina. Un radiólogo, por ejemplo, tiene la tarea de estudiar y ver, medir perfectamente lo que está pasando dentro del cuerpo, dominar la espectrografía, las resoluciones magnéticas, los ultrasonidos… Observar. En ese caso no aplica la creatividad. Tampoco en muchos aspectos de la medicina en general, que en primer lugar es una disciplina y te enseña justamente a eso, a ser disciplinado, a seguir métodos: el del interrogatorio, el de la exploración física, el de integrar síntomas en síndromes, comparar una patología con otras, diseñar un tratamiento. Sin embargo, sin duda también existe la intuición. ¿Qué es esto? Cuando te enfrentas a un problema, cuentas con todos los elementos analíticos posibles, pero sólo llegas a una conclusión acudiendo a tu experiencia, a lo que has vivido… Lo traes al presente, lo envuelves en un proceso de toma de decisión y vas teniendo cada vez más claro cuáles son los factores que están en juego, cuáles son los determinantes para que estos hechos ocurran, por dónde van, por dónde se van a ir… Entonces intuyes que la solución puede andar… ¡por aquí! La intuición siempre llega envuelta de experiencia y de capacidad de integrar. Eso es lo que necesitas: capacidad de integrar un sin número de datos, de información y de elementos analíticos para llevar tu pensamiento a una decisión, a una acción.

Eso es lo que distingue un hallazgo creativo de una mera ocurrencia.

Así es.

La intuición es una especie de final feliz, algo que cierra un proceso. Ahora bien, hablando de esto, uno va a la escuela con la idea de que aprenderá a poner en orden los procesos, y acaba dándose cuenta de que la realidad siempre impone cierto desorden, hechos inesperados. El desorden es parte de la vida. En cierta medida vamos a la escuela para aprender a convivir con lo imprevisto. ¿Cómo se lleva tu profesión con el desorden? En la escuela, ¿te enseñaron algo al respecto?

En el conocimiento científico es frecuente la serendipia, es decir, descubrir algo cuando estabas buscando otra cosa. Algunos fármacos han resultado exitosos contra padecimientos para los que no estaban destinados en un principio. Pero no es lo común. En el campo de la medicina lo que más aprendemos es el orden y la sistematización: la vida de un ser humano exige un estricto seguimiento de procesos y protocolos. Lo mismo pasa con una política de salud pública destinada a impactar a miles de personas. En el campo de la salud nos guiamos, como dices, por procesos: interrogatorios de exploración, estudios de laboratorio, interpretación de datos… Ahora bien, ser estricto no te libra de lo imprevisto.  Ante cualquier cuadro clínico, al procesar un diagnóstico o un tratamiento, en la estructura de una intervención poblacional, llegan momentos en que tienes que enfrentarte a elementos que no esperabas. Le pasa al cirujano a quien a media operación algo se le complica. En la formación profesional es relevante saber que tendrás que tomar decisiones sobre la marcha. Y para eso también hay entrenamientos, ejercicios que te ayudarán a poner cierto orden dentro de ese inesperado “desorden”. Es algo semejante al entrenamiento que reciben los pilotos de aviación, que enfrentan escenarios de simulación de imprevistos. 

Sólo recientemente ―sobre todo a raíz de la pandemia de COVID-19― se ha conocido y reconocido la labor de los epidemiólogos como profesionistas médicos. Antes casi no se sabía de ellos, eran una especie de héroes que salvaban vidas sin que nadie los conociera: parecían siempre más preocupados por la salud de los demás que por su propio protagonismo. ¿Recuerdas qué pensabas de esto cuando eras estudiante? ¿Tus maestros te hablaban de ello?

La salud pública es una disciplina en general malentendida. Históricamente se le veía sólo como administración de los servicios de salud, pero en las últimas décadas se ha fortalecido con un sin número de herramientas que le permiten una capacidad analítica mayor. Aun así, seguimos siendo profesionales de la salud que trabajan tras bambalinas. Es cierto que como epidemiólogo no estás frente a un paciente, pero no importa porque sabes que con tus acciones ―si lo haces bien― puedes ayudar a controlar una pandemia, beneficiar a decenas, centenas, millares de individuos.  Como epidemiólogo te avocas incluso a crear modelos teóricos sobre “cosas que podrían llegar a suceder”, logrando predecir fenómenos y disminuir un futuro efecto negativo. Tomas el conocimiento del experto en virus, incluso en evolución de virus; te nutres de análisis genético y genómico, añades todas las ómicas posibles ―la proteómica, la metabolómica―, sumas la información que una multitud de investigadores a nivel mundial ha colocado sobre la mesa, aplicas la capacidad matemática del cómputo cognitivo ―ese cómputo que aprende, al que hemos llamado inteligencia artificial―… ¡y de pronto ya estás sobre la ola, ya eres de los privilegiados que pueden anticipar cómo se va comportar una epidemia y actuar con oportunidad preventiva! Siendo así, ¿qué te va a importar tu propio protagonismo? Te importa la gente, estar cerca de ella, no eres ajeno al dolor, al sufrimiento. Creo que hay muchos que no valoran el privilegio que es poder ayudar.

Esa mística ¿se enseña?

Es algo que aprendes en el camino, no basado en tu formación sino en valores humanos… Claro, tienes maestros ejemplares. Yo los tuve: el doctor Kumate, el doctor Soberón… Pero también encuentras ejemplo en gente anónima que vive en la trinchera de la salud, colegas que ves en el campo y que trabajan bajo el rayo del sol, por ejemplo para llevar una vacuna a alguien.

“En el conocimiento científico es frecuente la serendipia”.

El filósofo inglés Bertrand Russel decía que la educación superior ponía demasiado énfasis en la especialización y demasiado poco en el ensanchamiento de mente y corazón.

Cuando estás en la escuela tienes que concentrarte en conocimientos específicos, en tratar de asimilarlos, de hacerlos tuyos… Te enfocas en encontrar tus propias estructuras de razonamiento para poder poner en práctica ese nuevo conocimiento. La verdad es que necesitas que pase el tiempo y puedas estrechar la comunicación con ciertas maestras y maestros ―especie de mentores― para comprender la importancia de tomar decisiones pensando en el ser humano. Al ensanchar ―como dice Bertrand Russell― mente y corazón, cada paciente, cada individuo se vuelve importante para ti, cada persona se convierte en fuente de conocimiento: te interesan, por ejemplo, las condiciones sociales que le son únicas, si tiene una red de apoyo familiar y social, si cuenta con recursos. Vas profundizando en una vocación de comprensión y empatía. Yo entiendo la vocación como el deseo de estar en el corazón del otro. En el caso de la salud pública, puedes estar en el corazón de millones.

Por último, quiero detenerme en una de tus principales labores actuales, la de director general de una institución filantrópica. Entiendo que hay una gran cantidad de aspectos técnicos detrás de la posibilidad de ayudar a los demás. ¿Qué piensas de que se promuevan estudios académicos en materia de filantropía? ¿Cuáles son algunos de los principales puntos que, a tu manera de ver, deberían abordarse?

Hoy la palabra filantropía se debe describir como inversión social. ¿Qué quiere decir esto? Que el apoyo que se genere ―financiero, en innovación, en acceso a ciertos productos y servicios, etcétera― debe fortalecer a las y los beneficiarios sin generarles dependencia, debe permitir que la persona mejore y a la vez adquiera una capacidad sostenible. Hacer eso se tiene que aprender: sí es necesario formar profesionales al respecto. En nuestra sociedad, el conocimiento del tema es limitado. Me preguntas qué elementos hay que enseñar. Primero, a tener muy claro cuál será el beneficio de nuestra acción de inversión social, a identificar perfectamente el problema que se quiere abordar. Y aquí hay algo fundamental: debe tratarse de un problema real, un problema sentido de verdad por la persona que va a recibir el beneficio… ¡no sólo por el que va a otorgarlo! Segundo, la intervención debe ser accesible y manejable por el beneficiario, no algo pretencioso que ni él entienda. Y, como comenté antes, sostenible, sostenible hasta un punto en que no tengas que darlo a perpetuidad, que responda a un plan de ayuda inicial, después de sostén y finalmente de salida, pues lo último que quieres es generar dependencia. Inversión social es brindar apoyo con visión de retorno social.  Por ejemplo: creas una plataforma educativa para que la gente haga carreras técnicas, y al final una de las participantes se especializa en cuidados de la belleza y consigue montar su propia estética: sale del desempleo, genera un servicio, puede atender uno o dos hijos, los lleva y trae de la escuela… Todo eso es retorno social, beneficio real, y se puede y debe saber medir. Porque ese es el tercer punto: garantizar una evaluación del impacto, instruir en técnicas de información para saber si hay resultados y si son significativos. El cuarto y último punto es formar gente en rendición de cuentas: ¿en qué se usó el dinero, para qué se usó, qué beneficios trajo? Estos son algunos temas que se debe abordar, complementando con otros de sociología, psicología, estructura financiera, incluso política. Estoy convencido de que hoy en día las organizaciones con programas sociales son un coadyuvante esencial en la búsqueda de una mayor equidad. Y esto a nivel mundial.

Este artículo del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación puede ser compartido bajo los términos de la licencia CC BY-NC-SA 4.0