La educación que queremos | ¿Quítate tú pa’ ponerme yo? (Desarrollo de habilidades en un mundo superpoblado)

¿Cómo queremos que sea la educación en este mundo superpoblado al que nos enfrentamos a diario? «Cuando falta espacio afuera, hay que abrir espacio adentro».

La educación que queremos | ¿Quítate tú pa’ ponerme yo? (Desarrollo de habilidades en un mundo superpoblado)
Foto por Al Gг en Pixabay.
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El hecho de que ya somos demasiados seres humanos sobre el planeta, pasa de ser mera teoría para convertirse en una realidad palpable en el momento en que dejamos de tener las habilidades necesarias para enfrentarlo. Esto es lo que me ha empezado a ocurrir últimamente, o más bien, algo sobre lo que he empezado a tomar conciencia. Comenzó en una situación que parecería simple. Para llevar a mi hijo menor cada mañana a la escuela, debo recorrer sólo unas cuantas calles, que son, sin embargo, un tanto conflictivas. A decir verdad, el problema no empieza en ellas sino antes, en mi cama, donde casi siempre despierto cansado, y también luego, al tener que apurar a mi hijo en sus preparativos para el colegio. El alba no es fácil. Representa un problema logístico y emocional (mi hijo no es tan organizado ni tan obediente), y para cuando salgo de casa ya soy un animal alerta.

Como digo, la escuela está cerca, pero en la primera esquina la vía se separa en cinco calles super transitadas; a partir de ahí una multitud de autos nos adentramos en un camino estrecho lleno de baches. Dar vuelta en la callecita que va al colegio también implica cuidado, por su angostura. Recorrer los trescientos metros que me separan del zaguán donde dejo a mi hijo, es el último reto: en este tramo final los padres y madres de familia hemos tenido que aprender a ser considerados unos con otros (los que vamos con los que vienen y viceversa), pues la vía no sólo es angosta sino que los vecinos dejan sus autos y camionetas estacionados en la calle, y a veces incluso sus camiones. En estas horas de aturdimiento, no puedo dejar de pensar que lo hacen adrede, resentidos por el tráfico que ocasionamos las familias de las escuelas del derredor.

Convencerme de que no es así, no es fácil. Pasa el camión de la basura, la gente atraviesa con sus botes, uno debe estar atento a los otros autos, pues el paso ha sido reducido a un solo carril. Ya casi todos los papás y mamás que circulamos por ahí sabemos que los que vamos llegando a dejar a nuestros hijos tenemos más prisa que los que se van yendo, y nos cedemos el paso unos a otros según convenga a la circulación. Muchos nos agradecemos con un ademán, entreviendo detrás de los vidrios el rostro de desconocidos que agitan los dedos y a veces sonríen. Y así pasa igual con el regreso, después de dejar cada quién a nuestro hijo, de quien uno se ha despedido dándole las últimas instrucciones para la escuela. Pero bueno, mi vuelta a casa es más descansada, aunque no lo suficiente para hacerme olvidar mis siguientes obligaciones, que empezarán pronto.

Fue en uno de estos días cuando me di cuenta ─y comencé a vivir en carne propia─ eso de que ya somos demasiado seres humanos sobre el planeta. Para entenderlo mejor, hay que considerar que no todo se reduce a los preparativos para salir de casa y al tráfico en el camino. Dejando aparte mis sueños de esa noche, que pudieron haber sido tristes o atemorizantes; dejando aparte el pleito que tengo con mi hermano así como el recuerdo de viejos rompimientos con amigos, que por momentos aún me embargan; dejando aparte incluso (al menos en teoría) la estrechez económica de aquellos días…, dejando eso aparte, hay algo que está claro: soy un hombre moderno y vivo sometido a una sobreinformación que en el fondo no es sino manifestación de esa gran cantidad de seres humanos que habitan el mundo y de los que de una o de otra forma recibo influencia a diario. No puedo negar que me abruma el fantasma de tanta gente con la que mi vida está entrelazada, para empezar porque soy parte de una sociedad en crisis (peor aún, en guerra en cierta región estratégica del planeta), y porque cargo todo eso sobre mi cabeza a pesar de que desde hace tiempo me niego a escuchar las noticias cada día y que he dejado de entrar y entrar y entrar y entrar a Facebook.

Aquí se abre una segunda parte de este texto para preguntarme si no sería mejor que viera yo las noticias y que también estuviera al tanto de lo que ocurre en el mundo (incluyendo el mundo emocional de las redes sociales), debido justamente a lo que afirmo al inicio de este artículo, a saber, que el verdadero peso de la realidad se vuelve palpable en el momento en que ya no son suficientes nuestra habilidades para enfrentarla. Estar al tanto de lo que ocurre en los periódicos y las redes sociales, ¿no sería importante para conocer al monstruo al que me enfrento? ¿Será suficiente con percibirlo, aunque sea levemente, en el trajín diario y en sentirme «engentado» casi todo el tiempo?

Tal vez el lector tenga muchas más habilidades que yo para asumir el reto; o tal vez no, y de algo le sirva saber que hay otros como él en este mundo, llenos de cargas viejas y nuevas para las que no están preparados. Peter Jarvis, el pedagogo inglés, se dio desde hace muchos años a la tarea de recordarnos que los humanos contemporáneos estamos sometidos a grandes presiones que nos obligan a aprender y aprender todo el tiempo. Vivimos segundo a segundo adquiriendo nuevas habilidades para manejar los retos (desde esos en apariencia tan sencillos como dar vuelta en una calle de barrio hiper-transitada).

Ahora entiendo (¡sí, de pronto me queda claro como el agua!) por qué en los nuevos tratados pedagógicos las viejas palabras que usábamos para referirnos a los objetivos escolares (educación, formación, convivencia) se han transformado en términos mucho más técnicos, que a pesar de su tono funcionalista parecen envueltos de un sonido arcaico: hablar de desarrollo de destrezas, habilidades y competencias siempre me ha sonado a «hacerse de mañas y tretas» para sobrevivir en un derredor inhóspito. Hablo de esto y me imagino a los primeros homo sapiens aprendiendo a huir, aterrorizados de seres mortíferos que se desplazan con lentitud entre la maleza; homo sapiens empuñando palos ardientes y esgrimiéndolos contra una fiera, en espera de que se distraiga para saltar todos juntos sobre ella… La verdad es que no sé mucho sobre nuestros antepasados, pero me imagino que eran eso, seres desarrollando habilidades y destrezas para subsistir en un mundo superpoblado de seres amenazantes. Destrezas al comer para elegir entre alimentos y venenos (esto, después de haber presenciado cómo algunas plantas hicieran retorcerse de dolor a un amigo, y vomitar y empalidecer, y dejar de moverse); destrezas al acostarse, al dormir, al despertar… Habilidades de supervivencia.

En el mundo actual ya no hay tiempo para la educación que antes queríamos, es decir, una en la que se transmiten valores y formas de comportamiento a un ritmo acorde con cada persona. Ahora tenemos que querer otras cosas, más adecuadas con un mundo que nos exige aprender a toda velocidad, todo el tiempo, la mayoría de las veces por nosotros mismos y sin poder esperar a que los familiares y docentes nos transmitan verdades de forma pausada para que las vayamos entendiendo.

Ahora, los seres humanos debemos estar siempre alerta (¡por ejemplo, apenas son las diez de la mañana y yo ya estoy hablando de todo esto!).

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La tercera y última parte de este texto retoma la idea central de esta serie de artículos sobre La educación que queremos, es decir, la de expresar libremente mis deseos en torno a la educación, sin importar que sean o no realizables. Finalmente estoy en terreno utópico y se me permite todo (claro, siempre y cuando surja de un deseo real, de un querer verdadero).

Así pues, me pregunto: ¿cómo quisiera que fuera la educación en este mundo superpoblado al que me enfrento a diario? Una herramienta esencial para orientar la respuesta es la llamada asimetría actor-observador, concepto que utilizan tanto la psicología como la ética, y cuyo papel es central para comprender tanto las dificultades humanas (físicas y metafísicas) como por qué éstas se exacerban en determinadas circunstancias, por ejemplo la de ser demasiados humanos sobre el planeta. La importancia de este concepto debería colocarlo entre los principales de nuestras investigaciones, y en cambio lo vemos relegado al último cajón, donde abundan los menos importantes y también los más viejos pero jamás resueltos.

Antes de describirlo, quiero invitar a quien no se vea reflejado en él a que arroje la primera piedra. En su versión actual se describe más o menos así: los seres humanos nos juzgamos a nosotros mismos tomando siempre en cuenta factores contextuales («lo hice porque…»), y en cambio al juzgar a otros seres humanos no tomamos en cuenta esos factores y simplemente condenamos sus acciones atribuyéndolas a condiciones internas, como mala intención, egoísmo, ignorancia, «estupidez» y generalizaciones como esas. En otras palabras, culpamos a los demás por cosas que disculpamos en nosotros mismos; en mi ejemplo (el de llevar a mi hijo a la escuela), esta actitud se expresa cuando doy de claxonazos para que el conductor de adelante avance, y grito de groserías a quien me da claxonazos a mí;  llevado al extremo, la asimetría actor-observador convence al tirano de que si todos le hacemos caso, nos irá mejor. En un mundo superpoblado, los claxonazos se convierten en el idioma cotidiano, y la tiranía se concentra cada vez en menos manos.

Una educación que nos ayude a corregir esta asimetría sería muy deseable. Se trata de un aprendizaje que empieza por limitarme a mí mismo y por expandir el lugar que le doy al otro. Y es que, una de dos: o no siempre hay una justificación para mis actos, o también la hay para los actos ajenos; o no somos el centro del mundo, o los demás también lo son («Cada persona es un centro», dice la educadora Francoise Doltó, quien también piensa que la comunicación es la misión humana en este mundo).

Así, para mi queda claro que frente a la saturación del espacio vital la solución no es la vieja ecuación «Quítate tú pa’ ponerme yo» sino otra infinitamente más adecuada pero también más difícil. En la escuela que yo quiero se le denominará Ecuación básica de la convivencia humana, que es muy sencilla: «Cuando falta espacio afuera, hay que abrir espacio adentro», Las maestras y maestros podrán explicarla así: «Para que todos quepamos en el mundo, debemos dar a los demás un lugar dentro de nosotros». Y podrán concluir: «Se llama amor al prójimo, pero es largo de entender, y su práctica exige entrenamiento diario. ¡Lo dejaremos para la siguiente clase!».

Este artículo del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación puede ser compartido bajo los términos de la licencia CC BY-NC-SA 4.0