Opinión | Patologización de lo cotidiano

En el ámbito de la salud y el científico, las categorías son útiles e indispensables. Sin embargo, eso no significa que una persona deba ser reducida por completo a dichas categorías ni mucho menos que deba apropiárselas y encajonar en ellas su ser completo.

Opinión | Patologización de lo cotidiano
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Tengo el honor de conocer personalmente a uno de los más eminentes psicoanalistas mexicanos, el Dr. Emilio Rivaud, con quien asistí a terapia durante años y con quien hoy me une una relación de amistad. De mis sesiones con él, recuerdo un día en que, estando yo especialmente ansioso, le pregunté si podía darme “mi diagnóstico”. Emilio fue contundente: “¿Para qué quieres un diagnóstico? ¿Quieres un segundo nombre, además del que ya tienes” La respuesta me sacudió: ¿Andrés Bipolar Barrios? ¿Obsesivo García? ¿Andresdepresivo G.B…?

¿De verdad puede un diagnóstico adherirse así a la propia personalidad, tanto como el nombre que nos identifica y enmarca de forma inmediata? Si a alguien esto le suena exagerado, tal vez cambiará de idea cuando recuerde a todos esos niños y jóvenes que andan por ahí en sus escuelas, en las fiestas y casi en cuanto lugar visitan, presentándose como «Hola, soy fulanito de tal y tengo TDAH» (Trastorno por déficit de atención e hiperactividad), como si la reducción a una categoría científica les fuera intrínseca.

Las siguientes reflexiones son sólo algunas coordenadas que yo mismo me trazo para poder entender el grave problema que existe detrás de este fenómeno. Permítaseme hacer una pequeña digresión y citar un par de casos que me ayudarán a explicarme. Algo que podría sonar parecido, pero de ninguna manera lo es, es la práctica tan actual de personas que se presentan ante los demás identificándose como miembros de la comunidad LGBT: “Soy Armando y soy gay”, “Me llamo Dolores y soy no binarie”… Todos lo hemos oído. Y a algunos nos suena raro, precipitado en el mejor de los casos, defensivo y hasta agresivo en el peor. Sin embargo, es importante señalar cómo, en estos casos, tal caracterización resulta absolutamente necesaria y legítima en nuestros días, y sirve a quienes la utilizan (por lo general, víctimas de discriminación en su propia persona) no sólo para dignificarse sino para advertir al interlocutor varias cosas, a mi parecer todas positivas: su pertenencia a un grupo con fuerte presencia social, el orgullo que esto les hace sentir y su absoluta intolerancia a cualquier tipo de rechazo hacia él o hacia personas del mismo grupo… Sin embargo, también es importante señalar que para la mayoría de sus miembros, la condición de pertenencia a ese grupo no envuelve (no todavía, por fortuna) su personalidad entera, no de la manera en que lo hacen otros grupos (un caso que nos es familiar son algunas comunidades religiosas, que caracterizan a sus miembros de manera definitiva, sectarizándolos y separándolos en buena medida de “el mundo”). Ser lesbiana o transgénero no es, por decirlo así, un nombre propio, un diagnóstico o el título de una secta (no todavía, insisto; que no llegue a serlo nunca dependerá de la respuesta que demos como sociedad a la demanda de ese grupo que clama por ser incluido sin reservas).

Pensemos en el vestuario que muchas personas LGBT portan tanto por gusto como para distinguirse y a la vez marcar claros límites; dicho vestuario es todavía una elección, una práctica que nace para dignificar una identidad (usaría la palabra “moda” pero Hegel, el filósofo alemán, nos advierte: “Dejen de llamar moda a los intentos del ser humano por evolucionar”). Esos heterodoxos vestuarios que empiezan a verse cada vez más en los pasillos de las escuelas y muchas otras partes, por fortuna no son (todavía, lo digo por tercera vez) un “uniforme”, un atuendo institucionalizado como sí lo son las prendas religiosas (o las militares, que es otro buen ejemplo).

Volviendo ahora a los niños que se autodenominan TDAH, éstos no se dignifican al darse ese nombre; simplemente se señalan a sí mismos como víctimas de una supuesta “enfermedad”, la cual desafortunadamente no es sino su propia personalidad (de alguna manera, su propia naturaleza) vista desde fuera: señalada, por lo general estigmatizada, e identificada finalmente con un nombre (nombre que el señalado acaba por hacer propio).

Lo mismo ocurre lamentablemente con los cada vez más numerosos niños y jóvenes que empiezan a identificarse como miembros del Espectro Autista, al grado de presentarse como tal ante los demás. Tristemente, esa diferencia que tan bien reconocen en sí mismos no incluye la posibilidad de formar una comunidad con sus pares. Muchos, como sabemos, se aíslan; otros se afanan por pertenecer al entorno, consiguiendo que, si éste no los acepta como iguales, los acepte por ser distintos, disruptivos, desconcertantes… Ellos sí, por desgracia, acaban constituyendo uno de esos grupos que usan uniforme; un uniforme especial, pues como no encuentran un atuendo externo que los destaque, acaban por uniformarse de la forma que establecen sus diagnósticos: entonces portan como verdaderas prendas el ser “hiperactivos”, “excitables”, impulsivos”, “irritables”, “agresivos”, “descuidados”, “distraídos”, y mostrar un estado de ánimo aburrido, ansioso, enfadado, deprimido, y muchos etcéteras que dictan los informes.

No quiero caer en el error de decir que antes de que existieran los diagnósticos todos los niños nos portábamos como estos pequeños pero que no se nos llamaba “aspergers”, “con déficit de atención” o “hiperactivos” sino “inquietos”, “groseros”, “buscapleitos”, “tímidos”, “olvidadizos” y otros nombres pintorescos. Los diagnósticos y la cultura procientífica a la que éstos pertenecen han permitido sin duda grandes avances ayudando, por ejemplo, a dejar de cortar con la misma tijera a toda la gente y a empezar atender a los niños según sus necesidades individuales (que pueden llegar a ser enormemente distintas, como bien sabemos).

Con lo que estoy en desacuerdo es con lo que algunos expertos de la UNAM llaman “la patologización de la cotidianeidad”, que no es sino trasladar las categorías científicas a la vida corriente. Mis recuerdos me dicen que parte de la responsabilidad de esto la tuvo aquel anterior boom que también dio enorme difusión a ciertas teorías psicológicas y psiquiátricas, y que nos permitía referirnos a los demás con tan bonitas frases como: “Eres un neurótico”, “Ella es una histérica”, “Estás psicótico”, u otras como “Te delató el subconsciente” y cosas parecidas. Ni modo, así es la creación de la cultura y la apropiación del lenguaje (a final de cuentas, esto no es sino reflejo de la cientifización del mundo actual y la apropiación que hace la mentalidad científica de casi todo lo que pasa).

Voy a arriesgarme a repetir aquí esa caricatura de la ciencia que la describe como una religión, y a la comunidad científica como un verdadero clero. Esa caricatura pinta que en la cima de la jerarquía están los grandes teólogos de las ciencias puras (físicos y químicos); les siguen los que se ocupan de asuntos terrenales (biólogos, geólogos); vienen después quienes, sin salir del laboratorio, atienden lo humano (fisiólogos, neurocientíficos); y finalmente está ese amplio clero que sí tiene contacto con la grey (médicos, psicólogos, psiquiatras). El uniforme de todos ellos (desde los más puros hasta los más mundanos) es la bata blanca, misma que en el caso del clero de a pie que atiende a la población, claramente dota a éste de un aura beatífica pero también de la distancia necesaria para su papel científico (el lector estará de acuerdo en que un ingrediente esencial del éxito de aquel maravilloso personaje de serie que era Dr. House es que se negaba a usar la bata, actitud que unía a la de tratar a los pacientes como a cualquier persona, en su caso con un desparpajo que a muchos les parecía crueldad).

Imposible entender cómo harían su labor los miembros del gremio médico si no pudieran ubicar a sus pacientes en ciertas categorías de salud física y mental ni darles atención de acuerdo con ciertos protocolos. Tratar a cada paciente como un ser humano integral y único, como pide la nueva visión humanista, me parece que por el momento es sólo un ideal (mi padre, que era médico, repetía mucho aquella frase de que los de su profesión habían elegido ser médicos porque no habían podido ser santos). Ciertamente, cada profesional se puede acercar más o menos a ese ideal según el tiempo y los recursos con los que cuente, pero la acción médica por ahora requiere de categorías mediadoras que permitan estandarizar los tratamientos. Sin embargo, eso no significa que el paciente deba ser reducido por completo a dichas categorías ni mucho menos que él mismo deba apropiárselas y encajonar en ellas su ser completo. Intentos serios empiezan a hablar de “personas que viven con diabetes” o “con hipertensión” o “con cáncer”, sobre todo para que la gente deje de identificarse con su enfermedad y pueda o bien dejarla atrás o tomarla como una más de sus características personales (una a la que, como a otras, debe atender).

De igual manera, la gente tampoco tiene por qué identificarse con sus “diagnósticos mentales”. De hecho, éstos tiene el agravante de que se apropian no sólo del cuerpo (como lo hacen diagnósticos físicos) sino de la personalidad entera. Tienden a marcar al individuo completo con un sello insoslayable, un recordatorio perseguidor que dicta su desenvolvimiento físico, mental y social, a veces para siempre.

Si hablamos de las escuelas, en éstas los diagnósticos brindan al departamento de psicología ciertos parámetros para atender a los estudiantes; sin embargo, no es necesario que nadie más los conozca, ni los maestros, ni los compañeros ni el propio estudiante: entre los presentes en el aula no debe mediar ninguna categoría discriminatoria.

Y en cuanto a las familias, les sugiero que tengan claro que obtener un diagnóstico de sus hijos es un arma de dos filos. Para muchos padres ―los que por su carga de responsabilidad en otros ámbitos (el trabajo, el hogar, los demás hijos…) no pueden dar una atención especial casi a nadie, ni siquiera a sí mismos― un diagnóstico puede ser una especie de bendición, en la medida en que permite que otros sí le den a su hijo diagnosticado algo de la esmerada atención que requiere (¡por supuesto que los psicólogos deben cuidar que el cansancio de los padres y los maestros no sea el real motivo para etiquetar a un chico* de “hiperactividad”!). Empecemos por fijarnos que cualquier diagnóstico es una estandarización y que en el caso de algunos niños, ésta puede funcionar como una meta loable, como un listado de valores a alcanzar (desafortunadamente el diagnóstico dejará al joven fuera de algunas escuelas, que no lo recibirán con el argumento de que no están capacitadas para atenderlo; pero cuando alguna sí lo reciba, el estándar podrá servir para promover que se le dé algo de la atención debida, o por lo menos que se respeten sus diferencias).

Sin embargo, en el caso de las familias que sí tienen condiciones para dar a cada uno de sus hijos la atención que requiere, el diagnóstico/estándar puede resultar completamente contraproducente, presionándolos para que reduzcan al  niño a una categoría que limitará su vida, cuando un trato sin etiquetas podría ayudarlo a florecer plenamente. Veámoslo así: si surgiera de pronto una moda que nos impusiera a todos acudir al nutriólogo para regular científicamente nuestra alimentación, dicha moda podría resultar beneficiosa para los que siempre comen mal pero no para quienes están acostumbrados de manera natural a comer sanamente.

Termino mencionando que en estos días he venido a enterarme de que en la campaña de vacunación de COVID-19 existe un rubro especial de inscripción para niños y adolescentes con discapacidad, el cual les permite a éstos y a sus familiares librarse de largas colas, por ejemplo. Entiendo perfectamente el riesgo de contagio que la convivencia con multitudes supone para ciertos niños que viven con diferencias motrices; también conozco bien las dificultades de movilización que padecen algunas personas en silla de ruedas, por ejemplo. Sin embargo, me parece importante alertar a los padres cuyos hijos no corren riesgos ni dificultades de este tipo, de no fomentar más la estigmatización de ellos ni ―sólo por evitarse molestas filas o tiempos de espera― seguirles imponiendo el gran privilegio de no poder ser nunca iguales al resto del mundo.

* Siendo yo un veterano del mundo de las letras, puede suponer el lector que me cuesta trabajo pensar en aplicar el famoso lenguaje inclusivo; sin embargo, confieso que empieza a chocarme profundamente ―sobre todo cuando hablo de lo delicado que es poner etiquetas― el referirme a las niñas y niños siempre en masculino, como en este caso, diciéndoles “chicos” (cosa que de forma inevitable me hace imaginar, aunque sea por un instante, un grupo de puros hombres). No cabe duda de que también comienza a tentarme el usar la e de género universal: chiques, niñes, alumnes… ¿Cuántos lectores lo tolerarían? ¡Sin duda las palabras jóvenes y adolescentes son una bendición!

Este artículo del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación puede ser compartido bajo los términos de la licencia CC BY-NC-SA 4.0