Opinión | Testimonio de un autodidacta: el delirio inicial

A diferencia de lo que se cree, ser autodidacta no es algo de lo que uno pueda ufanarse. El autodidactismo surge de una desconfianza en el prójimo, de una carencia de lazos que lo vinculen a uno con la vida humana entendida en su aspecto social.

Opinión | Testimonio de un autodidacta: el delirio inicial
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Es difícil escribir algo que no haya escrito ya un borracho.

Me topé con esta frase sorprendente hace unos días, en el título de un artículo de la escritora Luna Miguel, del diario El País. La idea resulta bastante verosímil si uno recuerda sus propios estados etílicos (en mi caso, no demasiados, lo confieso, pero sí suficientes), estados en que uno fue capaz de “confesarlo todo”, sin filtros (descripción exacta, también, de lo que hacen los niños). Lo anterior se complementa cuando nos vienen a la cabeza los textos de grandes borrachos como Malcolm Lowry, autor de Bajo el Volcán, novela que dibuja el universo entero en un vaso de alcohol.

Pero el asombro no acaba en el título del artículo. Las primeras palabras de éste se suman a la inauguración, diría yo, de toda una época. Luna Miguel empieza confesando “Soy alcohólica”, y con ello abre aún más la posibilidad ─ya creciente─ de que un medio de comunicación serio publique textos donde autores también serios ─digamos mejor periodistas, pues en ello radica la novedad─ se expongan a sí mismos sin reservas, comunicándose con nosotros desde lo que parece la fuente de su angustia y haciendo del dolor personal la verdadera noticia.

Luna Miguel confiesa. Usé esta palabra arriba, pero debo corregirme. Aunque oír a alguien decir soy alcohólico puede sonarnos a confesión (algo que sólo se dice dentro de un grupo social anónimo, el de alcohólicos), pronto nos damos cuenta de que se trata de un testimonio, es decir del relato de algo de lo que Luna ha sido testiga (en este caso, testiga de sí misma) y que se atreve a plantear como un punto de vista personal lo suficientemente razonable como para ser expuesto ante el mundo.

Hoy, los alcohólicos pueden dejar de ser anónimos; también los adictos, los neurodivergentes, los tránsfugas de la binariedad… El mundo actual lo exige: la estrecha diversidad a la que los algoritmos de las redes sociales (las electrónicas, hay que aclarar, porque hay muchas otras) tienden a reducir los intereses humanos, demanda que los siempre exiliados, que somos hordas, salgamos a la superficie y digamos nuestra verdad (perdón por la cursilería) para que no se crea que todo en la vida consiste en los cursos y productos que se promueven en Instagram y Facebook.

No estoy hablando de nada nuevo: es la realidad posmoderna, la expresión individual y desvergonzada de quienes, abiertos por el dolor humano, quisiéramos ver más allá ─más hondo─ de la culpa y volver de ahí con nuestras verdades personales para plantearlas no como universales pero sí como legítimas (quizás lo que nos distingue de quienes hablan bajo el influjo del alcohol es justamente que, estando sobrios, podemos volver del dolor con un testimonio, es decir, con una aproximación racional de lo entrañable; quizás eso es también lo que distingue a Luna Miguel, quien al escribir su texto lleva ya una corta eternidad sin beber: 70 días). 

Pero ¿por qué me incluyo entre los exiliados? ¡Sólo soy un autodidacta, es decir, alguien que ha aprendido las cosas por sí mismo! Intentando responder escribo este artículo, el primero de una serie que espero ir publicando poco a poco en este Observatorio.

No será fácil. Decirse autodidacta tiene sus vergüenzas. Cuando alguien me pregunta qué estudié (pregunta obligada para abrir ciertas conversaciones), siento debajo de mí un vacío; me embarga entonces la sensación de que tendría que relatar mi vida entera para justificar la respuesta: “No estudié nada, soy autodidacta”. Me veo desnudo, no sé dónde meterme. Si se me permite una imagen, parezco remontarme al momento preciso en que Adán y Eva comieron del fruto prohibido del conocimiento y se vieron de pronto sumidos en una total vergüenza.

Ahora, en un intento por superar esas prohibiciones, ofrezco aquí hablar de mi vida como autodidacta; ello significa no sólo referirme a un método personal de aprendizaje sino a cómo la vida, desde un principio, me expuso a la necesidad de educarme a mí mismo, de decirme siempre yo solo, al oído, cómo debía conducirme.

¿Qué implica ser autodidacta?

A diferencia de lo que se cree, ser autodidacta no es algo de lo que uno pueda ufanarse. Salvo excepción (la de aquellos que aprenden una habilidad técnica por cuenta propia), el autodidactismo surge de una desconfianza en el prójimo, o al menos de una severa inconformidad hacia él, y aún antes que eso, de una carencia de lazos que lo vinculen a uno con la vida humana entendida en su aspecto social.

Esa falta de lazos, obviamente, no puede ser total. Sin al menos uno (el básico, el que entretejen nuestros padres al concebirnos) no existiría ni siquiera el cuerpo, y el espíritu vagaría tal como solemos pintar a los fantasmas, suspendido sobre la realidad material, intentando entrar en ella sin éxito (esto si le creemos a cierta visión dualista que, al distinguir almas de cuerpos, supone que las primeras son sustancias que buscan dónde encarnar, dejando abierta la hipótesis de que algunas no lo consigan y que ─tal como decía mi nana─ anden por ahí queriendo meterse en donde no las llaman). Vivir es, antes que nada, vivir en el vínculo de dos cuerpos que se juntan (o se arrejuntan, como diríamos entre amigos con una palabra mucho más elocuente). Por eso, los padres biológicos no pueden nunca ser olvidados.

Tras ese arrejunte vienen la gestación, el nacimiento, el aire y, cuando no hay manos que nos reciban, el suelo mullido o duro en el que algunos caen (siempre se cae, de hecho, por suave que sea el recibimiento). De cualquier forma, será necesario dejar un cuerpo atrás (el de nuestra madre) y empezar a entender el nuestro. Si todo cuerpo que nace es biológico, el cuerpo propiamente humano se funda en el abrazo significativo de alguien que nos recibe en el mundo.

La persona que acoge al bebé hace de mundo; ella es el mundo entero, ese mundo que ha preparado ─para empezar, con la palabra hijo─ el dispositivo para recibirnos. Dependiendo del contexto en que nacemos, puede o no haber otras palabras: “bebé”, mi bebé”, “recién nacido”, “producto del parto”, y aún codificaciones más abstractas como Z37, que significa justamente eso, producto del parto; o Z37.0, producto del parto nacido vivo; o Z37.2, gemelos nacidos vivos ambos. Algunos pensarán que esta codificación estrictamente técnica no tiene ninguna relevancia en la vida de un ser que nace, pero no olvidemos que se trata de un lenguaje médico que tendrá continuidad en el sistema general de salud, el cual sí que guarda relevancia para nosotros: eso queda claro cuando tarde o temprano vamos al “médico” y nos llaman “paciente” o “persona diabética” o “hipertenso”, ”depresivo”, “discapacitado”, “convaleciente”, o entramos en las categorías de “familiar” o “derechohabiente”; para algunos, este sistema resulta omnipresente: ejemplos claros son los enfermos crónicos, habitantes del gran planeta hospitalario, y otras muchas personas que vivimos orbitándolo: cuando era niño, a mi casa telefoneaban varias veces al día preguntando por “el Doctor”, al grado de que toda mi vida, casi sin darme cuenta, me asumí como Hijo del Doctor, así como otros se asumen Hijo del Ingeniero, del Arquitecto, del Maestro…).

Pues bien, más o menos a todo esto se refieren los poetas, filósofos y psicoanalistas cuando dicen que nacer humano es nacer en un mundo de palabras.

*

Las palabras son lazos sociales, y para empezar hacen significativo el abrazo que nos recibe al mundo. Que ese abrazo tiene significado queda claro en la diferencia que ocurre si proviene de una madre que dice “mi bebé” o de una persona que dice simplemente “bebé”, aunque sea con gran ternura: la palabra “mi” ─sentida, pensada, hablada─ da al abrazo un significado distinto.

 Y entro en materia.

En esta vida, a algunos seres humanos nos tocó no recibir ese “mi” materno al nacer, o sólo recibirlo durante un corto tiempo después del cual desapareció. A un grupo aún más reducido de gente, ese “mi” se nos dio acompañado de un dolor profundo, de un lamento de nuestra madre, el cual insinuaba que a ella se le dificultaba sostenernos, que nos le escapábamos de los brazos. Los que, en efecto, fuimos soltados, vimos ese “mi” alejarse como un letrero luminoso azul que se perdía en la oscuridad (no sé por qué he imaginado esto así). De esos abandonados, algunos tuvimos la suerte de que nos recogieran otros brazos que nos dijeron “bebé”, y unos pocos gozamos la fortuna de que éstos añadieran “¡Quisiera que fueras mi bebé!” (en casos menos afortunados sólo agregaron “Pobrecito, no tienes mamá”; sin embargo, todos fueron brazos salvadores en el naufragio).

Yo tuve (y tengo todavía) una nana que me ha amado siempre.

Ya les contaré detalles de mi larga aventura, pero les avanzo que ésta incluye el hecho de que el abrazo de mi madre, el “mi” de mi madre, regresó meses después de haberse ido; sin embargo, arribó ya un poco tarde y sin duda seguía bastante adolorido. Con el tiempo entendí que ella ─ya desde su propia infancia─ sufría de una fragilidad emocional que la incapacitaba de forma seria para la vida; ciertamente no para casarse y tener hijos (¡yo era el menor de siete!) pero sí para criarlos debidamente. Eso sí, su “enfermedad” le reservó fuerzas para sabiamente ponernos en manos de una mujer amorosa que mirara por nosotros (“mirar por alguien” es una imagen bellísima: describe el hecho de que cuando somos bebés y aún no podemos ver, necesitamos de alguien que mire por nosotros: alguien que mire los obstáculos y los sortee, que mire dónde está la mamila y nos la traiga, que mire si se aproxima la noche, para cobijarnos).

Como es de suponer, esa desarticulación del “mi” y después su total ausencia ─la fragilidad de mi madre se intensificó con mi nacimiento y la llevó a ser internada durante casi un año─ me dejó vulnerado y un poco expuesto a la intemperie. Aunque mi nana viniera a cobijarme, como he dicho, y a traerme la mamila, siempre quedó dentro de mí un hiato, una grieta, y así, con el paso de los años, yo mismo tuve que aprender a “hacerme mío”, yo mismo tuve que aprender a educarme para que esa abertura se convirtiera en un quicio, un marco, y quedara cubierta por una puerta: una puerta que se abriera y cerrara… y que hoy en día, en mis albores de la tercera edad, he aprendido a abrir casi a mi antojo y a cerrar cuando me da la gana.

Hay algo de libertad en todo esto. Los autodidactas somos también, en cierto sentido, envidiables. No son poco los que nos ven como bichos raros o héroes extraordinarios, y muchos quieren saber ─casi con incredulidad pero también con admiración─ cómo hemos logrado sobrevivir sin el sistema académico (debería decir universitario, pues quiero aclarar que sí ostento un grado académico, el muy solemne y noble de bachiller, mismo que en nuestro medio de doctores y post-doctores significa no sólo no haber estudiado nada sino haber perdido el tiempo).

Naturaleza y delirio

¡Cuánto dolor en ti! Un caballo con las patas enredadas, eso eras, madre.
DE MI LIBRO “CRÓNICA DEL ALBA”

“En los orígenes de la especie, los seres humanos fuimos autodidactas”.

Cuando concebí esta idea, creí que tendría que decirla con cuidado y dar de ella una extensa justificación. Sin embargo, extrañamente, al terminar de escribirla tuve la clara sensación de que resultaba obvia, de que tanto yo como mis lectores sabíamos que los seres humanos desde nuestros orígenes habíamos sido abandonados por la madre naturaleza; que desde un principio estuvimos privados de las lecciones que ella sí proveyó a las demás especies, y que siempre tuvimos que valernos de nuestras propias fuerzas y educarnos a nosotros mismos.

Podría dejar de lado, pues, toda explicación de lo anterior, pero de cualquier forma quiero ofrecerla aquí dado que tiene algunos vértices interesantes, inspirados en el razonamiento poético de María Zambrano, quien en el primer capítulo de su libro El hombre y lo divino explica la condición humana primigenia. Trataré de describir ese punto de vista con la mayor sencillez, pero también con la advertencia de que la descripción es inseparable de mi propia razón poética, de mi fantasía filosófica.

Según la gran pensadora española, los primerísimos humanos (bebés de la especie) enfrentaban la naturaleza circundante como un todo continuo, una totalidad donde las cosas no se distinguían unas de otras, donde ninguna ofrecía una fisura, una mínima separación por la que pudieran entrar. Por el contrario, ese todo se les venía encima, lo hallaban frente a ellos sin descanso, estaba ahí adonde quiera que voltearan, como algo completamente lleno e insondable.

Si nuestra madre, de quien esperamos todo, no nos acoge, nos queda como opción el delirio: además de carentes, aquellos seres humanos empezaron a sentirse perseguidos, amenazados. Vivían en una fricción delirante con su entorno. Fricción que un día, no pudiendo más, hizo encenderse algo en su interior: invirtieron los términos, ocuparon el puesto del persecutor, se dijeron que no era la naturaleza la que los perseguía sino al contrario. Esas diferencias suyas, por las que se les dejaba fuera, les sirvieron para oponerse, para voltear alrededor y poner a la naturaleza en la mira, acorralarla y finalmente apresarla y apropiársela, o al menos ahuyentarla y tomar su lugar. Nuestro delirio de originalidad ─ese vivir como si nos hubiéramos creado a nosotros mismos, como si nos bastáramos─ les permitió hacerse de un espacio donde vivir, al margen de la naturaleza y en un principio en oposición a ella, y con la sola compañía de sus congéneres (también únicos, originales, autodidactas) para consolarse y protegerse. Habían aprendido a ganar espacio con sus propias fuerzas. Habían conseguido educarse a sí mismos.

Y sin embargo, se trataba sólo de un delirio. Dice Zambrano que sólo cuando los seres humanos fuimos capaces de descubrir en nosotros mismos esa realidad insondable que nos miraba desde afuera, esa divinidad que nos había perseguido siempre, pudimos conciliarnos con nosotros mismos y con el exterior. Y entrar en paz. Las caricaturas de humanos primitivos que, sentados pacíficamente a la entrada de su caverna cuecen alimentos en una fogata, representan gente que ya ha encontrado dioses y ha conseguido una pausa.

*

Yo he criado dos niños. Soy un autodidacta que educa a sus hijos sobre la base de lo que aprendió por sí mismo, sin el soporte de mi madre. Por su parte, acerca de mi padre, debo decir que al intentar educarme, siempre estuvo consciente de la dificultad que representaba verter una verdad en mí; en mi, que sólo tenía mis manos para recibirla; mis manos y ningún otro recipiente. Tenía también las manos humildes de mi nana, y su gran corazón, pero eso no me era suficiente para fraguar confianza en los demás, al menos no más allá del lenguaje siempre anhelante ─casi esperanzador─ con que ella intentaba sostenerme (“¡Cómo quisiera que fueras mío”!). Lenguaje anhelante que durante muchos años me llevó a decir “¡Cómo quisiera ir a la escuela, cómo quisiera aprender de otros!”

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En nuestro mundo superpoblado e hiper-informado, donde, a falta de una verdad común duradera, todos ostentamos una verdad personal, sí efímera pero al menos propia, bien podemos hacer un esfuerzo para que esa verdad corresponda lo más posible con lo que hemos visto en nosotros mismos y por ofrecerla a los demás como un auténtico testimonio.

En ese sentido, mi errancia puede resultar ilustrativa para algunos y servir de variedad a quienes todavía creen ─desde las trincheras de la ciencia y la pura razón─ que un día será posible despejar el misterio humano. Por mi parte, creo que éste nunca dejará de obligarnos a ser originales y, en materia de aprendizaje, incansables autodidactas.

Este artículo del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación puede ser compartido bajo los términos de la licencia CC BY-NC-SA 4.0