Opinión | Mujeres luchando por su vida

Los hombres tenemos tres misiones en la lucha feminista: reconocer la injusticia permanente que ejercemos contra las mujeres; callar y escuchar a las mujeres; y ─la más importante─ cambiar nosotros mismos.

Opinión | Mujeres luchando por su vida
Manifestación por los derechos de las mujeres en la Plaça Sant Jaume de Barcelona (enero 2019). Foto por: LucilaStaccioli.
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En una esquina, una joven de clase humilde va a abordar una camioneta de transporte colectivo rumbo a su trabajo cuando un auto se le empareja y un par de hombres bajan e intentan llevársela a jalones. Ella golpea y patalea, y extiende los brazos para aferrarse a la puerta del colectivo. “Auxilio, no conozco a estos hombres”, grita. Los pasajeros reaccionan sujetándola y jalándola para que no se la lleven. Pasados unos instantes, los secuestradores desisten de su intento y se van, dejando a la chica respirando a jadeos y llorando en brazos de quienes la ayudaron.

Lo anterior intenta ser la descripción de la noticia que hace no mucho leí en alguna parte. Para ahondar en ella puedo decir que hablar de “muchacha joven de clase humilde” y de una “camioneta de transporte colectivo” que la llevará a su trabajo, ubica de inmediato la acción en una colonia popular; allí, los maleantes son también de clase baja y puedo imaginar que tienen rostros delgados (como consumidos por la mala alimentación, el desvelo y las drogas), que van vestidos con cualquier tipo de prendas, que no están muy limpios, y que ejecutan su crimen como un acto mecánico y veloz, casi indiferentes al entorno y por supuesto a la vida de su víctima, de la que sólo saben que es joven y  mujer.

Presumo que ─como me pasó a mi─ cualquiera que escuche un relato así recibirá un primer impacto en donde intuirá sensiblemente el terror de la escena. Sin embargo, después, poco a poco esa primera impresión se ira recubriendo de convencionalismos que la harán cada vez más tolerable en el recuerdo: habrá «maleantes», «pasajeros» y una «joven de clase humilde», frase que también ayudará a estereotipar los sentimientos (en realidad, la virtud de la humildad no tiene nada que ver con los recursos económicos de la gente, pero hablar así parece describir a una mujer que no sólo cuenta con poco dinero sino que es inofensiva e indefensa, imagen muy parecida a la de alguien predestinada a sufrir, a una «víctima inevitable»).

Se trata de una primera estereotipación lograda mediante el lenguaje (igual que hablar de «clase baja»); una vez conseguida ésta, echaremos mano a otros recursos psicológicos para protegernos más y seguir olvidando. Por ejemplo, quienes no frecuentan colonias populares ni toman transporte colectivo, se sentirán a resguardo. Quienes no tienen hijas ni nietas jóvenes, también. Otros se cobijarán bajo el final feliz de la historia (la joven que se salva) y paliaran con ello los muchos otros casos en que las cosas no terminan así.

Lo que nuestra mente intentará a toda costa será borrar cuanto antes todos los detalles presentes en nuestra primera impresión ─ojos, gestos, gritos de terror y violencia─ y convertirlos en una imagen impersonal, de archivo: algo así como un «periódico de ayer que ─como dice la canción─ nadie más procura ya leer». Si el suceso tiene suerte, quedará en un recuerdo vago, y si se convierte en dato, se sumará a la estadística de crímenes, nutriendo discursos políticos e información electrónica. Pero nada de ello revelará del todo el momento trágico en que la vida de esa muchacha cambia para siempre, en que las personas se arriesgan a darle auxilio y en que unos hombres deciden que la vida de cualquier mujer joven vale menos que su interés personal.

Dado que estoy escribiendo un artículo breve, sólo cuento con uno o dos párrafos para apuntar de manera tosca otras intuiciones sobre lo que ocurre durante el secuestro fallido. En el caso de la chica, entiendo que su reacción es primero algo instintivo, algo que la convierte en una fiera, en un animal defendiéndose; pero quizás hay algo más, otro aspecto que sólo puede surgir en ella desde ese mismo lugar que los secuestradores reconocen al elegirla para llevársela: ella es mujer. Ella es mujer y también saca fuerzas de la rabia que le despierta el hecho de que quienes quieren arrebatarle su derecho a vivir lo hacen sólo porque es mujer y porque un hombre no les resulta igualmente útil.

Ninguno de los niveles de su ser (instinto, humanidad, feminismo…) se presentan en ella de forma estereotipada sino como parte de su cuerpo y su mente. Los pasajeros del colectivo ven en los ojos de ella todo esto y, espejeados en su mirada, se ponen a actuar para, de alguna manera, defenderla y también defenderse a sí mismos contra la criminal injusticia que quiere arrebatarle la vida sólo por ser mujer. Por su parte, los secuestradores no son monstruos inhumanos sino personas necesitadas, violentas e indiferentes al dolor, y también conscientes de que todo un dispositivo criminal los respalda, un dispositivo que pagará su acción y que incluye nada más y nada menos que al sistema de justicia que debería detenerlos, el cual es doblemente corrupto en el caso de las mujeres, a quienes subvalora.

Es obvio que en la sociedad actual las estructuras patriarcales siguen bien afianzadas mientras que los valores feministas están de verdad empezando a avanzar. Hoy es cada vez más frecuente que las mujeres nos enseñen a todos a llamar a las cosas por su nombre y a dejar de ocultar la dimensión patriarcal de, por ejemplo, una buena parte de la violencia social. Un caso es el de los feminicidios, que antes eran vistos como unos más de los muchísimos delitos ocurridos en la sociedad y que hoy se sabe que son crímenes cometidos contra mujeres por el hecho de ser mujeres y no por otra cosa. 

Sin embargo, ni siquiera ante hechos tan claros, los hombres somos del todo capaces de admitir esa discriminación. Aún cuando nos creemos partidarios de la lucha feminista, al ser interpelados sobre el tema por las mujeres que nos rodean, reaccionamos intentando equiparar nuestra posición con la suya y reprochándoles si no aceptan nuestra actitud conciliadora. Así, lo único que logramos es desatar en ellas un sentimiento de impotencia, a partir del cual muchas veces intentan hablar sin hallar las palabras adecuadas, pues en el fondo se trata de algo tan obvio que no debería ser necesario explicarlo.

Les ocurre un poco lo mismo que me pasó a mí en 2009 cuando en plena pandemia de influenza escribí el primer borrador de una novela didáctica sobre la crisis sanitaria. El libro debía tratar sobre personajes que sufrían innumerables peripecias a la par que daban u obtenían explicaciones científicas sobre lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, el hecho de estar yo tan sumergido en el terror del momento ─igual que toda la población─, me hizo creer que cada una de mis palabras reflejaba la pasión y el sentimiento que yo llevaba dentro. Pero no, toda la apasionante aventura en realidad se había quedado sólo en mi interior. Lo que resultó fue un texto claro en cuanto a información pero no muy ameno pues no transmitía realmente la emoción de la experiencia. Como decía, creo que muchas veces a las mujeres les ocurre lo mismo cuando intentan expresar las vivencias que soportan su feminismo: saben que es tan obvio lo que está ocurriendo que no advierten que para los hombres sus palabras se convierten en una especie de caricatura de los hechos.

La verdad es que los varones deberíamos poder entenderlas sólo con esas descripciones enfurecidas, pero no es así; les rebatimos y les acusamos de reduccionistas, obsesivas, esquemáticas (algo parecido a que, en el jaloneo del secuestro, uno de los pasajeros se quejara de que la aterrada chica le estuviera rompiendo la corbata). Ellas, impotentes ante tanta ceguera, generalmente llegan a la conclusión de que no podemos entenderlas porque no nos han pasado las mismas cosas que les han pasado. A los hombres, esta respuesta nos ofende: sentimos que nos llaman «tontos» pues sabemos que lo propio del entendimiento humano es abstraer la experiencia y hallar modelos comunes que nos permitan comprendernos unos a otros. Sin embargo, lo que está ocurriendo no es, en efecto, que no podamos entender el abuso cometido a nuestros semejantes sino algo más grave: no entendemos lo que nos dicen porque en el fondo sentimos y sabemos que esa denuncia está también dirigida a nosotros, que en su furia ellas no sólo están hablando de ciertos personajes que han cometido abuso sino de todo el género masculino, del cual somos parte. En realidad, lo único que los hombres deberíamos entender es que todo esto, antes que una discusión teórica, es una lucha social, y que nosotros ─con nuestra agresividad siempre al menos latente, y nuestros privilegios─ estamos inevitablemente de uno de los lados, aun cuando nos digamos partidarios del lado opuesto.

No basta que afirmemos que nosotros individualmente sí las escuchamos y defendemos sus derechos. El 7 de marzo de 2020 mencioné públicamente que los hombres debíamos organizar una marcha de apoyo a la acción de protesta que las mujeres emprenderían al día siguiente, en el Día Internacional de la Mujer. De inmediato, una amiga me detuvo: «No te atrevas». Yo me sentí herido, hecho a un lado, impotente… y sin embargo entiendo ya aquella reacción, por lo menos un poco: en esta lucha de géneros, lo que menos quieren las mujeres es nuestra supuesta alianza ni que intentemos paliar la injusticia de siglos diciéndonos sus cómplices.

Los hombres tenemos tres misiones si de verdad queremos, al menos, no ser un estorbo en esa lucha: la primera es reconocer la injusticia permanente que ejercemos contra las mujeres, aun cuando nos digamos de su lado; la segunda es callar como quien al callar otorga y se asume responsable, y escuchar cuando ellas quieran hablar; y la tercera ─y única de verdad importante─ es cambiar nosotros mismos. Ellas, si esperan algo de nosotros, es eso, que cambiemos y que demostremos ese cambio en la vida diaria y en cada uno de nuestros actos.

Mientras tanto, seguirán luchando.

Este artículo del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación puede ser compartido bajo los términos de la licencia CC BY-NC-SA 4.0