Opinión | La educación de las mascotas (o sea la que ellas nos dan)

En esta nueva entrega de la serie «Testimonio de un autodidacta», Andrés García Barrios relata cómo los animales con los que convivió desde pequeño han tenido un rol importante en su proceso de autoaprendizaje.

Opinión | La educación de las mascotas (o sea la que ellas nos dan)
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Testimonio de un autodidacta

Soy autodidacta de nacimiento. Esto, que parece sólo una forma de decir o hasta un chiste, en realidad es cierto. Hablé de eso en un par de artículos anteriores, refiriéndome a la relación con mis padres, con mi nana y con mis hermanos, y a las cosas que aprendí de ellos en mis primeros años. Ahora quiero continuar aquí ese dibujo del hogar infantil trayendo a colación a otros compañeros de mi proceso de autoaprendizaje: los animales con los que mi familia convivió siempre.

Mis padres estaban de acuerdo en recibir en casa todo tipo de fauna. Nunca faltaban perros y gatos, ni esa otra especie que todavía frecuentaba los hogares humanos: los periquitos australianos. Pero mi casa admitía muchas otras mascotas: peces, ranas, ardillas, camaleones, búhos, iguanas, changos, serpientes y todas las que mi hermano mayor trajera de sus viajes por selvas y bosques.  En aquel zoológico no faltó la boa constrictor de nombre Martina, que era apenas una niña y que con sus sólo dos metros y medio de largo nunca representó un peligro para nadie… según nos decían.

Quizás fue esa convivencia la que me infundió cierto franciscanismo, ayudándome a crecer con un respeto casi irrestricto hacia los animales pero atrayéndome también la burla de amigos y enemigos, y haciéndome dudar de si mis sentimientos eran o no ridículos. Tuve que llegar casi a la edad de cincuenta años y mudarme al pueblo mágico de Malinalco (lugar de tradición hippie y new age) para encontrarme con una comunidad que abogaba por la vida de toda fauna. En aquel pueblo no había quien no admirara el paso de un cochecito que circulaba con una manta en la que declaraba guerra total a la Chancla Asesina, arma que ya sabemos es mortal para infinidad de bichos.

He escuchado personas ─entre ellas, algunos científicos─ que detestan oír hablar de una ética vinculada con los animales. Toda comparación que uno pueda hacer entre el maltrato animal y la discriminación que en otros tiempos se ejerció sobre algunas razas humanas, les parece aberrante. Ante el dilema de qué debe uno salvar en caso de incendio, un cuadro de Van Gogh o un gato, la pregunta les parece estúpida y la respuesta obvia (si usted, estimada lectora/lector, no la tiene por obvia o piensa que la respuesta es “el gato”, no pertenece a ese grupo de personas del que estoy hablando).

Sin embargo… Hay un gran sin embargo.

Trágicamente, casi ninguno de los que nos creemos sensibles frente al tema, se salva de lo que yo llamaría “el punto ciego” de nuestra conciencia pro-animal (punto ciego que es más bien una casi total oscuridad por la que se cuela una insignificante visión). Nos manifestamos en contra de la aparición de animales en los circos, en espectáculos acuáticos, en la llamada “fiesta brava” y contra otras formas de crueldad a diario visibles, y sin embargo, muchos hemos dejado caer los brazos ─medio impotentes, medio cómplices─ ante las industrias ganadera, avícola y de venta de carne. Resulta fulminante el texto de mi querido amigo Rodolfo Obregón ─maestro y director de teatro─ en el que tras una aguda crítica a las corridas de toros, termina narrándonos la idea que le vino a la mente un día que caminaba afuera de la Plaza de toros México: “A esto le queda muy poco ─pensó─. Y pronto habrá aquí un nuevo centro comercial en el que se venderá carne empaquetada”.

Abro aquí una advertencia para aquellos lectores que ─hartos de discursos moralizantes o desmoralizantes─ estén a punto de abandonar mi texto: yo también estoy a punto de dejar de hablar del tema, y no por otro motivo que el de declararme incompetente: las dimensiones del maltrato animal son tan grandes que prefiero no acercarme más a ellas, a riesgo de quedar empantanado en la hecatombe: si me atreviera siquiera a imaginar con cierto grado de veracidad las cifras del dolor y la muerte de los animales “sacrificados” solo para mi consumo, mi corazón quedaría anestesiado tanto como para ser sometido a una cirugía a pecho abierto.

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No podemos decir que la indiferencia hacia el dolor que hacemos sufrir a nuestros alimentos es un rasgo humano. No, para nada. El león es indiferente a la muerte de la gacela. Todos sabemos que lo humano sería más bien mostrarnos sensibles a ese sufrimiento y no infringirlo de ninguna forma. Pero lo humano es terreno donde las cosas tardan en germinar.

En nuestra cultura la idea que afirma un cierto tipo de superioridad del ser humano sobre los animales surgió, como sabemos, con el judaísmo, pero también con la filosofía griega. Platón y Aristóteles hablaban, aunque con visiones diferentes, de que la naturaleza estaba sometida al ser humano o debía estarlo. Éste cumplía misiones y enfrentaba retos que superaban con mucho los de los animales y que justificaban el trato que les dábamos. Tal actitud continuó en la edad media, por ejemplo con San Agustín y Santo Tomás, pero al parecer ni éstos ni los griegos se mostraban insensibles hacia los animales; es decir, no hablaban de que éstos no tuvieran sentimientos o no sintieran dolor: reconocían su sufrimiento pero jerarquizaban las necesidades. Para llegar a la indiferencia de la que estamos hablando fue necesario que naciera Descartes y que describiera a los animales como una suerte de máquinas biológicas sin sensibilidad, emoción ni ningún tipo de entendimiento. Hay quien niega que el filósofo francés dijera semejantes cosas, pero es un hecho que uno de sus más ilustres seguidores, Malebranche, aseguraba que los animales eran objetos sólo en apariencia animados, escenario puro de acciones y reacciones mecánicas (cuya complejidad, claro, no dejaba de ser sorprendente).

Nada de esto resulta extraño para quienes saben que Descartes concebía el cuerpo y el alma como dos realidades por completo diferentes. Diferentes a tal grado que una podía existir sin la otra, es decir el cuerpo sin el alma y el alma sin el cuerpo (los animales serían ejemplo de lo primero). Importante saber que estas ideas daban el espaldarazo a una nueva ciencia, entonces naciente, que exigía que la naturaleza careciera de alma para que pudiera responder exclusivamente a leyes razonables y repetibles, es decir cognoscibles. Sin embargo, para Descartes todavía era necesario que existiera un alma humana (una “mente”, como le llamaba él, ésta sí creada por Dios) capaz de sumergirse en la realidad y desentrañarla. Pasarían algunos años ante de que un nuevo vuelco científico pusiera también al alma/mente bajo la lente y los seres humanos empezáramos a buscar en la materia los secretos más íntimos de la conciencia. No es raro que con los avances de este materialismo, se permitiera a los animales recuperar sus dolores, sentimientos e incluso ciertas formas de razón, todas ellas expresiones muy viables de la materia organizada, la cual obviamente alcanzaba su desarrollo más alto en el ser humano. Así, la ciencia se fue enfocando cada vez más en el mundo físico y separándose de cuanto pudiera sonar a alma, hasta deshacerse por fin de ésta en el siglo XIX y declarar que en el mundo del conocimiento cualquier factor trascendente (léase Dios) era una variable innecesaria.

Tal vez esto habría dado alguna esperanza a la fauna, que con la teoría de la evolución crecía en prestigio, al menos como antecesora nuestra; pero el materialismo siguió su curso: tras un siglo XX de incertidumbre, en el que algunos pensaron que Dios había vuelto al menos para echar una última partida de dados, el siglo XXI ha asestado a los animales un nuevo golpe. Curiosamente, éste les llega no por la vía de otra vez considerarlos inferiores a los humanos sino por una idea mucho más cruel, no para ellos sino para nosotros mismos: la de que toda conciencia (del tipo que sea, humana, animal, cualquiera) es no solo una especie de emanación espectral surgida de la materia cerebral sino una emanación sin importancia; es decir, un espejismo que no tiene prácticamente ninguna incidencia sobre el entorno, sea este personal (nuestras propias vidas) o ecosistémico (los demás seres humanos y el mundo).

Tales ideas surgidas en quirófanos y laboratorios de neurociencia de vanguardia (véanse las especulaciones de Joaquín N. Fuster), afirman que obviamente los seres humanos sentimos, pensamos y deseamos, pero que si no lo hiciéramos (si solo fuéramos materia insensible) las cosas no cambiarían mucho ni para nuestro cuerpo ni en nuestro derredor. Dada esta óptica, podemos pensar que si todavía guardamos algún respeto hacia otros seres humanos no es por consideraciones éticas o espirituales ─que como vemos no sirven de nada ni pueden aplicarse─ sino simplemente porque el sufrimiento de nuestros semejantes despierta en nosotros una dolorosa empatía, si no es que un mero desagrado.

Si eso nos ocurre con los demás humanos, ¡¿qué deben esperar los animales, qué tipo de consideración pueden obtener de nosotros?! Es cierto, sufren, pero… ¡nada que no se quite con una muerte más o menos pronta! 

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Frente a esta tendencia escalofriante, muchos han querido recuperar la antigua noción de alma. Su fantasma recorre el mundo en formas que van desde cursis mensajes de WhatsApp, cursos enteros de pseudociencia y serios cuestionamientos filosóficos. Para mi está claro que ─ya sea que seamos alma, cuerpo, almacuerpo o cualquier cosa─ este resurgimiento puede resultar muy benéfico, al menos para los animales. Y es que, dado que el materialismo neurocientífico ha logrado igualarnos con éstos al privarnos a todos por parejo de la menor relevancia (física, metafísica, ya no importa), si el alma llega a resurgir con su esplendor de antaño, no nos costará ningún trabajo atribuírsela a todos esos seres con los que ya nos hermana el hecho de no valer, ninguno, prácticamente nada.

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Si alguien ya percibe tufos de santurronería en mis palabras, quédese a oír lo siguiente para confirmarlo.

G.K. Chesterton ─el escritor inglés cuya inteligencia ha hecho pensar a muchos que el ser humano sí puede entender el mundo─ nos ha permitido también vislumbrar una posible reconciliación entre ciencia y espiritualidad en la figura de un personaje histórico que hasta hace poco conservaba todavía cierto aire místico pero que en nuestros tiempos ha acabado por convertirse en imagen de la más pura ingenuidad e incompetencia. Me refiero a San Francisco de Asís. Según Chesterton, en el siglo XIII ese hombre que se decía a si mismo bufón de Dios, y que consideraba a los animales y a todos los seres sus hermanos, inauguró para todos nosotros la noción de que en la naturaleza existe un principio de igualdad que nos hace posible comprenderla y comprendernos. El suyo no era un sentimiento de hermandad pasajera sino una profunda intuición de la interrelación entre lo existente. Su método para entender esta “hermandad” no era rebajarse de forma condescendiente hacia todos los seres sino elevarse hacia ellos y contemplar maravillado algo que siglos después Kant haría aterrizar en la razón, traduciéndolo en una verdad menos arrolladora pero más comprensible: la de que eso que llamamos conocer no es sino descubrir la asociación que tienen todas las cosas  entre sí, asociación que sin nosotros, además, no puede darse.  

Una ciencia bastante persignada ante los milagros niega lo que afirma la tradición: que al morir, San Francisco se fue al cielo con todo y su burro. Esa ciencia, convencida de que cualquier cosa parecida al vuelo de un asno, es insostenible, sigue sin embargo esperando que de la materia surja el dedo que le ayude a atar el nudo final de lo existente. Mientras tanto, en espera de que lo encuentre, muchos hemos empezado a voltear distraídos hacia otros lados y nos hemos topado con la mirada de los animales clavada en nosotros. Y, la verdad, nos hemos quedado azorados al descubrir cómo, desde el fondo de ese abismo, su ser nos interroga con ojos analíticos.

Este artículo del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación puede ser compartido bajo los términos de la licencia CC BY-NC-SA 4.0