Opinión | Hermanos y condiscípulos: piezas clave en la educación global

En esta nueva entrega de la serie “Testimonio de un autodidacta”, Andrés García Barrios da a conocer cuatro principios básicos para redirigir el mundo.

Opinión | Hermanos y condiscípulos: piezas clave en la educación global
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Testimonio de un autodidacta

De las muchas formas de autodidactismo que existen, mi visión se limita por el momento a una sola: la que yo mismo he practicado siempre. Es una visión radical que, de plantearse en términos teóricos, partiría más o menos de la siguiente afirmación:  La ausencia de vínculos sólidos con una madre amorosa, desde el nacimiento, deja a quien la sufre en una especie de intemperie, en la cual aprender a sobrevivir a toda costa de forma autónoma desplaza en buena medida al aprendizaje social estructurado (incluyendo en éste a la educación que se da en casa).

Aclaremos un par de términos: llamo amor materno al tipo de afecto que establece con el bebé una relación de “mío”, “mi bebé”, por lo que también puede provenir del padre, así que habría que llamarle mejor amor materno/paterno. Por otra parte, con “sobrevivir a toda costa” me refiero a ese tipo de situación que nos narra la fábula del ratón que cae en la cubeta de leche y, sin resignarse a hundirse, patalea hasta que convierte la leche en espesa crema y apoyado en ésta logra saltar fuera.

Queda claro que el ratón ─o sea, el lector de la fábula─ ha aprendido algo en esta experiencia: a saber, que no resignarse trae buenos resultados. Sin embargo, si continúa su vida por el camino autodidacta, pronto tendrá también que aprender en carne propia que patalear fue una solución dentro de una cubeta de leche, pero que no lo es en otras circunstancias. Entrará entonces en un proceso de prueba y error, engaño y desengaño, que le llevará mucho tiempo recorrer, pues para colmo se trata de un camino lleno de falsos éxitos que a la larga resultan muy desafortunados (estoy pensando en la niñita que, al no conseguir que le cumplan un capricho, patea lo que cree que es un muro, y como en realidad se trata de una mampara, hace tambalear ésta: convencida entonces de su enorme fuerza y de que puede tirar el edificio entero, amenaza con hacerlo si no se le consiente: le llevará años darse cuenta de que no es tan fuerte).

Seguramente ese largo recorrido se acortaría si el pequeño ratón fuera a la escuela y un maestro roedor le explicara el valor de no resignarse y algunas formas de hacerlo con éxito, de tal manera que al enfrentar un peligro el animalito pudiera poner en práctica lo aprendido sin necesidad de constatarlo antes por sí mismo.

Desafortunadamente, un autodidactismo tan radical como el que describo no es opcional: quien se ve sometido a él, tendrá que recorrerlo, mientras que quien tenga la fortuna de recibir amor materno/paterno “de leche y miel” (como dice Erich Fromm, quien distingue el amor maternal que solo alimenta ─leche─ por el que también brinda dulzura ─miel─) seguramente se librará de muchas lecciones basadas en el sufrimiento, y eso por el simple hecho de que ese amor nos equipa de confianza en nosotros mismos y en lo que podemos aprender, así como en los demás y en lo que pueden enseñarnos.

La fábula, y en general las fábulas ─género didáctico por excelencia─ nos muestran que la vida nos impone retos, para enfrentarlos necesitamos aprender algo; si aumentan los retos, aumenta la necesidad de aprendizaje. Por eso, en nuestra hiperdesafiante sociedad contemporánea, se ofrecen miles de cursos, tutoriales, conferencias, seminarios, diplomados, carreras… A la vez, millones de personas insisten en la necesidad de educar con amor y criar hijos y estudiantes que confíen en sí mismos y en los demás, lo cual es un requisito sine qua non para que la sociedad se convierta en un lugar floreciente, lleno de retos y de personas preparadas y contentas para hacerles frente.

El problema es que en los hechos, los retos aumentan enormemente mientras que el amor se reduce, con la fatal consecuencia de que la sociedad se marchita (cosa que empieza a dejar de ser una metáfora y se ha vuelto real, dadas las grandes crisis del agua, que obviamente no son sólo un reto natural sino también un desafío a la inteligencia emocional para afrontarlas).

En algunos aspectos, el mundo ha alcanzado condiciones de supervivencia en la que los retos inéditos imponen la necesidad de improvisar y asumir un radical proceso autodidacta. Es en este momento (que también podemos llamar “bomberazo mundial”) cuando las personas que por alguna circunstancia se la han pasado sobreviviendo, tienen mucho que aportar. Un ejemplo son nuestros jóvenes, quienes a toda prisa ─como el ratón del cuento─ han puesto manos a la obra, recurriendo a un autoaprendizaje de ritmo alocado con la esperanza de sacar al mundo adelante. No se les puede reprochar que lo hagan con los recursos que tienen a su alcance. Creo, de hecho, que todos debemos unirnos a su cruzada y aportar todo lo sepamos sobre cómo sobrevivir a la propia ignorancia, cosa en la que muchos somos expertos, aún sin saberlo: quizás no sea tan difícil hacerlo y sólo baste con una introspección sincera y con dar a los demás nuestro testimonio personal (tal como nos invita a hacerlo el pedagogo y psicoanalista Massimo Recalcati).

Yo por mi parte he empezado esta serie de escritos sobre autodidactismo para poner mi experiencia personal al servicio de mis lectores, de tal suerte que si hay en ella algún valor para el autoaprendizaje, puedan aprovecharlo. Por eso hablé ya en artículos pasados de la relación con mi madre enferma, frágil y presente/ausente; con mi padre, cuya ansia de cariño unida a su inseguridad personal lo hizo darme un amor titubeante; y con mi nana, que logró rellenar ambas lagunas con notable eficacia. Toca el turno a mis hermanos, cinco inocentes ratones que antes que yo ya habían caído en la cubeta de leche, y con los cuales aprendí muchas de mis técnicas de supervivencia.

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La relación con los hermanos es única. Mientras que los padres tienen algo de objeto sagrado, de intocables, lo que nos une con nuestras hermanas y hermanos es por completo distinto. Se trata de una relación entre pares y por lo tanto, para empezar, es el inicio de toda ética: ellos son los primeros sujetos en nuestro entorno, las primeras personas que reconocemos como afines a nosotros, las primeras a las que no podemos tratar como objetos (¡inténtalo y verás!). Con nuestros hermanos aprendemos la inmensa lección de que sólo podemos tomar a los demás como medios para nuestros fines si violentamos el principio social/familiar de la igualdad, es decir si traicionamos también algo dentro de nosotros (esta experiencia se repetirá con los primos ─hermanos de distintos papás, como dice mi amado primo Gerardo─, con los amigos del vecindario y por supuesto con nuestros compañeros de escuela, compensando así a quien no tiene hermanos).

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Con los hermanos ─y con los amigos y condiscípulos─ uno aprende los tres movimientos clave de la relación entre pares: defenderse, ser solidario y colaborar. En cuanto a defenderse, nuestro cuerpo viene equipado biológicamente para reaccionar ante una agresión. Sin embargo, a este “arco reflejo” se suman formas más sofisticadas a través de las cuales aprendemos a “negociar” con los oponentes nuestras respuestas. Un medio para aprender a hacerlo es el juego, que establece normas para la agresión y la defensa; por eso el juego tiene que ser entre pares, es decir, entre hermanos, amigos, condiscípulos, seres que acaten todos las mismas reglas (el gran gozo de jugar con los padres, con los maestros o con cualquier autoridad es justamente ver cómo éstos se convierten en nuestros pares por un rato).

Por su parte, la solidaridad también tiene un componente instintivo: surge como empatía inmediata, como un súbito ponerse en los zapatos del otro y comprender casi de forma inconsciente que no puede hacer algo él solo. Está presente en muchos animales y en los homo sapiens adquiere también una dimensión cultural de grandes proporciones. Se da entre todo tipo de personas pero un ejemplo que deja claro su alcance es lo que nos ocurre cuando brindamos ayuda a una autoridad (autoridad que para nuestra mente infantil es, por definición, infalible). Auxiliarla en su debilidad, representa para nosotros el movimiento contrario al del juego: es decir, en vez de vivirlo como un descenso de lo sagrado/infalible hacia nosotros se da como un ascenso nuestro hacia ese ámbito, haciéndonos experimentar sensaciones sublimes (¡yo ayudé a mi papá… al jefe… al policía!) y preparándonos para ocupar un día ese puesto.

Pues bien: con los hermanos, esa verticalidad desaparece y tiende a convertirse en lo que he llamado el tercer movimiento de la relación entre pares: la colaboración. Colaborar es crear soluciones juntos. Como movimiento instintivo es el más evolucionado, y en el terreno cultural humano alcanza su sofisticación más alta. Empieza, como digo, como un acto instintivo en que me veo en el otro y lo ayudo a superar un obstáculo; al mismo tiempo, al espejearme en él, testifico y asumo mi propia debilidad y cuento ahora con su ayuda futura. Se forma así un bucle de colaboración (“hoy por ti, mañana por mi”) que permite no sólo apoyarse uno a otro en momentos distintos sino también participar juntos, de forma simultánea, en el desarrollo de dispositivos de bienestar mutuo.

Algunos creemos que el nivel más alto de este fenómeno se da en lo que el filósofo alemán Karl Jaspers llama “comunicación existencial”, y que yo de forma muy libre resumo en la siguiente frase: “Si me ayudas a entender lo que quiero decirte, me será más fácil explicártelo”. La idea, que parece un trabalenguas, es en realidad ─al menos para mi─ una especie de mágico abracadabra para abrirnos a la existencia de los otros. Su verdad no es tan inusual como parece: se cumple todos los días, por ejemplo, cuando en una plática “leemos la mente del otro” y le adelantamos la palabra o la idea que está buscando. Esto ─y todos los movimientos humanos que se le parecen─ son desde mi punto de vista magia pura capaz de despertar los resortes más sutiles de la realidad.

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¿Qué ocurre cuando la autoridad es titubeante e insuficiente? Como dije arriba, una de las características del amor de los padres es que establecen una plena igualdad entre los hijos: es decir, como objetos sagrados que son, difunden esa sacralidad hacia la relación entre los hermanos, ubicándolos como iguales. Por eso, sin la presencia de una autoridad amorosa, la igualdad sagrada (es decir, la que no se cuestiona) se pierde y las relaciones humanas tienen entonces que fundarse en principios “profanos” ─culturales y personales─ cuya característica principal es justamente ser cuestionables: rige así una moralidad pragmática que se adapta de forma medio improvisada a las distintas situaciones, o por el contrario, que se impone por la violencia y es por completo inflexible. Otra forma de describir lo anterior es la diferencia que hace cierta ciencia psicológica entre familias disfuncionales estables y disfuncionales inestables, donde estas últimas tienen ventaja sobre las primeras, cuya inflexibilidad puede tener afectos atroces.

Mi familia era una extraña combinación de ambas.

Mi padre ─médico rigurosamente científico y de formación militar─ turnaba su rigidez con un carácter humanitario y artístico, mezcla de amor/veneración a la ética, y por otra parte a la literatura, la pintura y la música (él mismo pasaba las tardes tocando en el piano a los grandes clásicos). Además, poseía una intuición espiritual que en lo amoroso era profunda, pero muy titubeante en cuanto a los dogmas de su religión.

Me da la impresión de que, en presencia de un amor materno sólido, estas características que describo habrían hecho de nuestro hogar un sitio estable, ciertamente superpoblado (¡éramos seis hermanos!) pero con una buena combinación de cariño, disciplina, conocimiento y arte, no carente de la testarudez necesaria para enfrentar al mundo. Sin embargo, la frágil presencia de mi madre (descrita en mi primer artículo de esta serie) y el traslado de buena parte de su amor hacia el corazón de mi nana, colocó a la familia entera en un lugar distinto.

Era un hogar movedizo e imponente, rígido y titubeante. Unas de sus reglas eran inflexibles, otras, provisionales. Cuatro o cinco rutas quedaban claras y las demás prescribían pronto. La razón y la lógica creaban por momentos una atmósfera de tranquilidad, prontamente violentada por necesidades psíquicas e incluso materiales más urgentes. Por todas partes, una espiritualidad viva pero atemorizada huía de los dogmas religiosos, y se agazapaba aquí y allá, resurgiendo en forma de espanto en cualquier rincón. La ciencia intentaba poner orden. Se daba al conocimiento y a la disciplina una confianza casi desesperada y se hacía del arte un refugio a tanto dolor. La esperanza pataleaba, entre dudosa y enloquecida… Había violencia y amor.

Y sin embargo, con todo eso, el hogar no apagaba su fuego, gracias justamente a que estaba superpoblado y a que todos, exactamente todos, poníamos de nuestra parte sin resignarnos nunca.

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Mi familia ─y con esto termino─ era muy parecida al mundo de hoy.

No creo exagerar al decir que en la época actual ─momento de improvisación y en muchos sentidos autodidacta─ la experiencia de familias como la mía puede sernos útil. Ciertamente, muchos ponderamos el valor de la ciencia, de la educación, del arte y de tantas otras herramientas simples y complejas, tratando de erigirlas como bastones de mando para la gobernabilidad del desastre. Sin embargo, quisiera recordar aquí cuatro principios básicos que por propia experiencia considero ─igual que mucha más gente, académica o no─ anteriores a cualquier intento de redirigir el mundo:

  1. Cuidemos a la naturaleza como a una madre enferma.
  2. Honremos a la tecnología como a una nana que cubre las carencias de la madre de forma amorosa y prudente, sin querer sustituirla.
  3. Ejerzamos la autoridad sin miedo, es decir, no para demostrar poder sino para dar confianza.
  4. Veneremos la igualdad entre los seres humanos.

Este artículo del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación puede ser compartido bajo los términos de la licencia CC BY-NC-SA 4.0