Opinión | No eres como yo y no espero nada de ti

En esta nueva entrega de “La educación que queremos”, Andrés García Barrios reflexiona sobre lo que el sistema educativo espera de las personas neurodivergentes.

Opinión | No eres como yo y no espero nada de ti
Una lectura de 7 minutos

En mi juventud, escribí poemas. Muchos poemas. Lo hice durante años pero nunca los publiqué. Los guardaba primero en una pequeña caja de madera, luego en bolsas de plástico y finalmente en grandes cajas de cartón. Ahora tengo varias de éstas, con textos que he reunido durante décadas.

En 2001 me atreví por fin a elegir unos cuantos fragmentos y a publicarlos como poemas brevísimos en un librito diminuto (del tamaño de una tarjeta personal) que lleva el título Crónica del Alba. Uno de esos poemas describe, con dura ironía, aquella forma mía de proceder con mis textos. Dice así:

Meto mi mensaje en una botella
y la arrojo en una cubeta con agua.

Conozco gente que dice escribir para sí misma; lo mío no era eso: resultaría benevolente afirmar que si no publicaba era por timidez, y quizás demasiado cruel decir que lo hacía por egoísmo: sea como fuere, al no publicar me guardaba un mensaje que estaba destinado a los demás. Un mensaje o un cruel llamado (“Cada poema es un grito”, me dijo alguna vez un eminente psicoanalista).

Tras superar de alguna manera aquella etapa autista de mi vida como escritor, por fin empecé a publicar de forma más o menos regular hace diez años, no mis poemas pero sí ensayos y artículos (como éste que el lector tiene en sus manos) en los que siempre intenté verter un poco de mi “vena poética”. Lo hacía primero en diversas revistas, hasta que hace unos tres o cuatro años, fui cálidamente recibido por el Observatorio del IFE, donde ahora publico con frecuencia.

Digo lo anterior no para remarcar mi obvio agradecimiento hacia esta plataforma sino porque hace unos días, pensando en la idea del presente artículo, se me ocurrió una metáfora interesante: un Observatorio es como un faro que alumbra el mar desde una isla. Nuevamente aclaro que mi intención no es exagerar gratitudes (y mucho menos hacer alabanzas del tipo “¡Oh, tú, Observatorio del IFE, que iluminas nuestro camino…”), sino sólo introducir al tema de este artículo con una ocurrente comparación poética.

El filósofo francés Gaston Bachelard ─quien analiza verdades de la poesía─ dice algo así como “Toda luz, ve”, explicando bellamente que cuando contemplamos una fuente luminosa tenemos la inconsciente certidumbre de que ella también nos observa. Pues bien, siguiendo esta imagen, se me ocurre que un Observatorio es también una especie de luz que se transmite sobre el entorno; es decir ─volviendo a mi metáfora─, algo como un faro marítimo que, a la vez que alumbra, observa el derredor oceánico (especie de cíclope que mira a través de la noche).

Y así empiezo a rondar más de cerca mi tema: si un Observatorio es un faro que contempla lejanos horizontes, puedo también comparar mis textos con mensajes que viajan en barcos, en espera de que los lean los habitantes de esas tierras ahora iluminadas. ¡Ya nada de cubetas donde mis escritos se ahogan en un total narcisismo! Claro, no es que el faro garantice que habrá lectores para ellos, pero por lo menos ahora sé que viajan hacia regiones habitadas. Si las corrientes les permiten llegar a puerto, dependerá ya de sus habitantes el descubrirlos y leerlos.

Y así voy entrando en mi asunto. Quizás fue ese aislamiento mío de tantos años, ese guardar gritos en bolsas de plástico, lo que hoy me hace sentir que la vida es hablar y escuchar de vuelta; que vivir siempre es hacer una pregunta y esperar una respuesta. Desde la más diminuta queja, desde el más pequeño “Ay” convoca a alguien, decía la pedagoga Francoise Doltó, quien también afirmaba que la comunicación es la misión humana en este mundo.

Claro, la pregunta y la respuesta de los demás pueden ser cualquier cosa: una palabra, una acción… Hasta un silencio es, como sabemos, una forma de decir algo. Muchos responden dándonos la pregunta que estábamos buscando, la pregunta que ayuda a articular nuestras ideas. Ni siquiera cuando alguien da una orden, puede hablar de un punto final: siempre espera que el otro cumpla. Hasta los poemas ─que parecen la expresión más original y espontánea─ son respuesta a otros poemas, a otros textos, a otras realidades habladas o escritas.

*

Como todos sabemos, quedarse esperando una respuesta es un doloroso tormento. Lo mismo pasa cuando nadie espera nada de ti, cuando no hay quien espere la respuesta que atesoras dentro.

Imaginemos que el faro que conduce mi mirada alumbra de pronto una lejana costa, y que la aparición de un ser terrible hiela mi sangre: es un monstruo de dos cabezas que asoma entre la maleza. Yo me aterrorizo y desvío la mirada. No grito ni siquiera un “Ay” diminuto. Me guardo de atraer la atención del monstruo. Tengo claro que jamás enviaré mi mensaje en esa dirección sino que me alejaré hacia el otro extremo de la isla y soltaré las amarras de mi barco siempre en la dirección opuesta.

Las hermanas Abby y Brittany Hensel son dos siamesas, de Minessota, que nacieron unidas y que comparten varios órganos vitales, por lo que no puede separárseles. Como comparten ambos brazos y piernas, fácilmente dan la primera impresión de ser una persona con dos cabezas. Ellas, con toda razón, lo niegan: son dos individuas por completo distintas, lo cual implica gustos propios, ideas, sentimientos, deseos y todo lo que constituye un carácter y una personalidad. Dado que cada una sólo controla las extremidades de su lado, han tenido que aprender a coordinar sus movimientos para caminar, correr, manejar auto, andar en moto y hacer de todo en su vida diaria. Por lo que sé, el próximo 7 de marzo cumplen 34 años, contra todos los pronósticos médicos que las sentenciaban a morir en la primera infancia. Tienen carrera universitaria y dan clases de matemáticas en un colegio de su localidad.

Desde pequeñas, sus padres les tomaron fotografías igual que a sus otros hijos, y las mostraron orgullosos; después, dado que las niñas iban a la escuela y tenían una vida pública, los medios de comunicación comenzaron a asediarlas y pronto se hicieron famosas. Siguiendo mi metáfora, tomaron la balsa y bogaron hasta nuestro encuentro: enclavando en nuestras pequeñas islas personales, nos impusieron su presencia y arrojaron ante nosotros sus preguntas, sus respuestas, hablándonos con su cuerpo, con el lenguaje de su cuerpo, con todo el grito de su cuerpo.

¿Qué puedo esperar de ellas? Todo, en la medida en que me atreva a hacerlo (para empezar espero que, si por un extraño azar ellas leyeran este texto, me disculpen por el hecho de haberlas presentado con la metáfora de un monstruo, ya que lo hice justamente para señalar que quizás la diferencia entre un monstruo y una persona es lo que esperamos de ella).

¿Qué esperamos de Abby y Brittany cuya aparición súbita puede asustarnos (como a aquel niño que ─al verlas en su traje de baño en clase de natación─ se refugió de inmediato en el cuerpo de otro compañero)? ¿Qué esperamos, si en su presencia ─en vez de verlas y escucharlas realmente─ nos la pasaremos preguntándonos cómo han vivido, qué sienten, cómo realizan ciertas actividades, que tipo de vida pueden tener con eso que para nosotros es un cuerpo incomprensible y para ellas es simplemente su propio cuerpo? ¿Qué podría esperar de ellas si me las topara de pronto en algún sitio, por ejemplo en la calle, caminando hacia mi, o en el aula, como mis compañeras de clase? ¿Qué podría esperar de ellas si fuera su maestro? Me imagino encontrándolas, yo como su profesor, en un primer día de clases, sentadas en su banca única, cada una con su cuaderno, esperando de mi algo… ¿No me quedaría pasmado, sin habla y sin aliento, sin pensar ni sentir, guardándome toda respuesta, toda pregunta? ¿No buscaría huir, irme de ahí sin voltear a verlas para seguir viviendo mi vida de profesor semi-adaptado a este mundo en el que todos esperan de mí algo que me queda más o menos claro, para empezar que tenga yo una cierta apariencia física consistente en vestir bien, estar limpio, rasurado, entrar al salón con el cuerpo erguido, no tener dos cabezas, mantenerme serio?

Aquel mismo eminente psicoanalista del que hablé ─quien entre otras cosas atendía personas que viven con autismo─ me dijo alguna vez que el principal problema de las personas autistas es que nadie espera nada de ellas. Me parece que en muchos sentidos lo mismo ocurriría conmigo frente a Abby y Brittany. Ciertamente, el sistema educativo como tal, como sistema, espera de sus alumnos que demuestren cierto aprendizaje y, en algún tipo de evaluaciones, la capacidad para aplicar éste; y así, en términos sistémicos, las hermanas Abby y Brittany bien podrían aprobar sus estudios y continuar adelante. Pero ¿es eso lo que ellas esperan que se espere de ellas (y el juego de palabras es totalmente pertinente)? ¿O esperan que sea la persona concreta que está frente a ellas ─en este caso imaginario, yo como maestro─ quien se atreva a esperar algo de ellas, y eso desde el fondo de su corazón, o de su alma, o como queramos llamar a eso que se asoma a nuestros ojos cuando de verdad miramos a una persona en espera de algo? ¿Estaría yo viéndolas para de verdad recibir lo que cada una pudiera darme? ¿Podría a la vez verme a mi mismo, con toda mi humanidad, en sus ojos? ¿O huiría de ellos como de los ojos de un monstruo, “ojos que da pánico soñar” (decía J. J. Blanco), ojos que me enfrentarían con algo mío que no quiero ver y dañarían de paso la parte que me sirve ─como nos sirve a todos─ para guardar las apariencias?

Esto es lo que ocurre con esos seres extraños que de vez en cuando recibimos en el salón de clases, o nos topamos al salir de la escuela, en las calles, tras los muros, espiándonos, a través de puertas, ventanas o rejas donde están presos o escondidos, en la esquina debajo de un montón de ropa sucísima o lavando vidrios o pidiendo limosna, enloquecidos, viéndonos para ver si esperamos de ellos algo. Autistas, vagabundos, personas encarceladas (y sus hijos), usuarios de drogas, gente con diagnóstico de esquizofrenia o Alzheimer, enfermos de Sida, enfermos en general, adultos mayores, gente diferente, gente que tiene respuestas por las que nadie pregunta, no próximos ni prójimos, no semejantes, ya sea por su color de piel, su religión, su preferencia sexual, su condición socioeconómica… La lista es interminable y acabaría por incluirnos a todos si no huyéramos de ella lo antes posible para correr, llegar a casa, acudir al espejo, intentar vernos como nos verán los otros y entonces volvernos lo más parecido a ellos: peinarnos como ellos, vestirnos bien, y después entrenar nuestra habla, nuestras normas de cortesía, nuestro modo de ser…

Sí, la lista es interminable y acabaría por incluirnos a todos…

¡Pero entonces, si todos corremos el riesgo de ser distintos, ¿a quién queremos y podemos en el fondo parecernos?! ¿Cuál es nuestro modelo, de dónde lo sacamos? ¿Habrá alguien a cuyas miradas todos atendamos, alguien al que ─si no logramos nunca parecernos─ nos dejará irremediablemente excluidos? Quizás cada época tiene su estereotipo al que todos aspiran. Fatalmente, a mí la única respuesta que se me ocurre, el único modelo que me viene a la mente es al que el renombrado neurocientífico español Joaquín N. Fuster remite al describir las bases de la felicidad en este mundo: “Buena salud, mucho dinero y mala memoria”. Sí, me da la pésima impresión de que todos estamos listos siempre para hacer caso a ese ser ─como digo, mítico quizás─ inmensamente adinerado, que goza de buena salud y que es lo suficientemente desmemoriado para olvidar no sólo los malos tratos que recibe ─¡lo cual es fundamental!─ sino también los que cotidianamente infringe a otros.

No quiero profundizar en este asunto porque en realidad es secundario al tema central de mi texto. Sólo puedo decir que algunos, al darnos cuenta de lo lejos que estamos de ese bello arquetipo fusteriano, nos conformamos con buscar la felicidad en otra cosa: en no tener miedo. Y ello empieza, como todos sabemos, en dejar de creer en monstruos.

Este artículo del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación puede ser compartido bajo los términos de la licencia CC BY-NC-SA 4.0