La educación que queremos | Seres permeables en un mundo líquido

En esta nueva entrega de «La educación que queremos», Andrés García Barrios comparte algunas reflexiones en torno al 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer.

La educación que queremos | Seres permeables en un mundo líquido
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Reflexiones en torno al 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer

Es de noche, vamos de regreso a casa. G ―mi esposa― está al volante. Contenta, me dice que me va a mostrar el atajo que descubrió en estos días. Con asombro, veo como poco a poco se adentra en lo que sospecho será un gran desvío. G. me pide paciencia y sin embargo llegamos a un punto en que cualquier rumbo que ella elija será una desviación: el camino más corto quedó atrás. Su atajo resulta ser un rodeo enorme; eso sí, por pasos a desnivel bastante despejados por los que el auto avanza ágilmente, dándome una sensación de vuelo, de libertad. “¿Ves? ―me dice― ¿Es una buena ruta, no crees?”. Yo me río. Trato de disimular y ser amable. Hemos recorrido varios kilómetros de más, con gasto de gasolina y tiempo. Sin embargo, con mi disposición tranquila, el viaje me ha parecido ligero y sin inconvenientes. Llegamos a casa sin discutir. G. también está a gusto, no hemos batallado por saber quién tiene la razón.

De hecho, siempre hay mil razones para tomar una ruta diferente a la “correcta”. Razones que no tienen nada que ver con los razonamientos habituales, razones que ponen en entredicho nuestro concepto de error; razones que prefieren caminos mentales ágiles, con sensación de vuelo, por espacios amplios e iluminados. donde caben la intimidad y el afecto, el respeto y la consideración, y que dan por añadidura una experiencia de aterrizaje cuando uno llega a una conclusión. Razonamientos que tienen más que ver con invitar al otro a compartir una experiencia. Razonamientos que me recuerdan aquella frase de Blas Pascal, el científico y místico francés: “El corazón tiene razones que la razón desconoce”.

Darío Sztajnszrajber, popular escritor argentino y divulgador de la filosofía, propone que tomemos el significado de la palabra filosofía (amor a la sabiduría) poniendo más énfasis en el amor que en el conocimiento. Es lo que hace G. Seguro que cuando anda por ahí experimentando nuevas rutas, aprende algo y ama eso que aprende.

Al decir esto, me envuelven de súbito aquellos versos de Oliverio Girondo que se refieren a las mujeres diciendo: “No les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar”. Me envuelven, sí, y sin embargo son versos que no me gustan. ¿Quién se cree Girondo ―por muy poeta que sea― para decirles a las mujeres cómo deben ser, para pedirles que llenen sus expectativas y, a fin de recibir su perdón, se echen a volar? ¿Acaso él mismo es un ave altísima, un querubín, un veloz planeador a la espera de que las mujeres lo alcancen? Yo, la verdad, me lo imagino más bien como un gordo terrenal, apoltronado en su camastro y pidiéndoles a las mujeres que vuelen para él, que se eleven y lo diviertan con su vuelo. Sin embargo, a G. le encantan esos versos; así me lo dijo hace más de veinte años cuando la conocí. Tal vez esperaba que yo fuera ese hombre que la alentara a volar, que admirara su vuelo y la incitara a elevarse. Pero yo lo que hice en aquella primera cita fue criticar a Girondo.

Lo critiqué, sí, sin fingir el menor romanticismo. Pero bueno, al menos también le expliqué a G. por qué lo hacía. Finalmente, decir todo lo que pienso es mi debilidad. Es también ―ella y yo lo admitimos― una de las cosas que nos ha mantenido juntos. La otra es el hecho de que G. fuera más bien callada, al menos en cosas que yo consideraba esenciales. Ambas “debilidades” nos han mantenido unidos porque estando juntos hemos aprendido a escucharnos. Escuchar su silencio ha sido lo más difícil para mí. Hablar y escucharme ha sido el reto para ella. Así lo veo yo. Y juntos vamos aprendiendo y creando un espacio de habla y silencio, de comunicación.

Vamos creando un espacio de comunicación para nosotros y nuestros hijos. Tenemos dos. Deseamos que ellos aprendan de ese silencio rumoroso y parlanchín que hemos creado juntos, donde las palabras pueden hablar pero siempre intentan no decir “lo definitivo”, “lo correcto”. Lo intentan aunque no siempre lo logran: a veces rebasan la raya del silencio prudente, pero por lo general logran retraerse e incluso pedir una disculpa.

Zygmunt Bauman, el pensador polaco, describe el mundo actual como una modernidad líquida en la que todo fluye y escapa a nuestras manos, desbordando todas las verdades que podrían contenerla. En este mundo no hay dirección sino dispersión. Nada queda, nada se detiene para poder mirarlo, nada frena el tiempo suficiente para tomar un poco de ello. Me sorprende que esta imagen de la dispersión líquida sea también la que representa, según los antiguos chinos taoístas, a la necedad juvenil, que fluye por todas partes sin postura alguna ni dirección, y que sin embargo, gracias a su propia terquedad, acaba llenando todo y superando los obstáculos para seguir corriendo: así se hacen los ríos, los grandes cauces que hacen que la humanidad permanezca.

Una realidad líquida tiene la virtud de que nos enseña a ser permeables. El término permeabilidad (sinónimo, para mí, de comunicación) sirve a la idea principal de este artículo, que es despejar las telarañas ideológicas que se han fraguado en torno a las diferencias entre hombres y mujeres, efectuar un ejercicio de desaprendizaje que cuestione todos esos razonamientos contundentes que nos encierran a mujeres y hombres en nichos arbitrarios, en estereotipos “impermeables” entre sí.

Mi mente se remonta entonces al origen moderno de este tipo de cuestionamientos, es decir, más o menos al siglo XVI, cuando la humanidad comenzó a deshacerse de un sistema clerical que había convertido los misterios de cielo y tierra en reglas y obediencia, reprimiendo todo tipo de pensamiento autónomo. Al sentir que con su razón podía entender la realidad, el ser humano vio en el conocimiento matemático y científico la vía para recobrar el para entonces ya muy desgastado espíritu de trascendencia. La promesa inicial fue incluir a las mujeres en ese vuelo. Los salones de algunas ricas damas se llenaron de hombres y mujeres que discutieron juntos los importantes avances de la filosofía y la ciencia. Ellas, como figuras centrales de esas tertulias, influían ―indirectamente pero de forma contundente― en las oportunidades de los varones para entrar en los círculos académicos (que a ellas, por cierto, les estaban vedados). Además, al exigir que en sus salones se hablara sin pedantería sino con un lenguaje llano y comprensible para todos, se convirtieron en las primeras divulgadoras de la ciencia.

Pero aquel incipiente protagonismo les duró poco. El nuevo espíritu de trascendencia que se había distanciado de la religión oficial y que ahora veía a la razón como la cúspide de lo humano, no se separó sin embargo de la antigua dualidad filosófica entre alma y cuerpo. Ahora la mente, el intelecto, se elevaba sobre la naturaleza, intentando reducir el mundo material a objeto de estudio y satisfactor de las necesidades físicas. Siendo estas últimas indoblegables, resultaba necesario que alguien se hiciera cargo de ellas. La mujer, a quien se creía más apegada a la naturaleza,* era la candidata ideal para las tareas de esa materialidad cotidiana, como administrar el hogar y criar a los hijos.

Ya para el siglo XVII, las “mujeres sabias” eran objeto de burla (el gran dramaturgo francés Moliere cometió el error de ridiculizarlas en al menos dos de sus comedias). Muchas acabaron por ocultar su fuerza para conservar al menos el poder que les daba parecer débiles. Otras dieron la batalla. Sin embargo, la sociedad no era aún lo suficientemente líquida (lo suficientemente confusa e inasible) como para exigir la permeabilidad que en la época actual empieza a ser requisito de supervivencia. La ciencia apenas emprendía el vuelo y tardaría todavía mucho tiempo en alcanzar su punto más alto. Después de un siglo XIX que recrudeció tanto la fe en la verdad científica como la represión sobre la mujer (cuya inferioridad intelectual ahora estaba “científicamente comprobada”), los seres humanos vimos a la diosa Razón acercarse a su punto de mayor lucidez mientras sus alas empezaban a chorrear, como las del pobre Icaro que, sin tomar en cuenta que eran de cera, se acercó al sol demasiado.

Hoy, en nuestro mundo de alas licuadas y verdades líquidas, ya no tiene sentido que lo masculino y lo femenino (reales o estereotipados) permanezcan separados y empiezan por fin a permear uno hacia otro. Cada vez más juntos, hacen converger lo emocional/familiar con lo intelectual/social, cuya separación fuera herramienta clara del patriarcado racionalista que moldeó a la sociedad moderna. Aquí y allá, en rincones oscuros empieza a fraguar un nuevo mundo cuya principal característica promete ser una solidez moldeable. Al haberse perdido una valiosa oportunidad de igualdad, esa que fuera abierta en los inicios de la modernidad, una incipiente comunidad de seres permeables cuartea los moldes con una agresividad contenida por siglos: mujeres explosivas surgen para defenderse (a sí mismas y a todo su género) de hombres violentos que no quieren renunciar a tener la razón; otros hombres buscan y encuentran en la feminidad las cualidades que habían extraviado; algunos padres se quedan en casa a cuidar a sus hijos mientras las madres salen para dar a éstos un ejemplo de fuerza y feminidad. A nuestro alrededor, el aire mezcla todas las esencias, que vuelan quién sabe a dónde, sin dirección (todavía sin dirección), en busca de un hogar terrenal más promisorio. Van hacia él por atajos inciertos y desvíos de varios kilómetros (perdidos para la razón, pero recobrados para el corazón) antes de aterrizar.

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Si bien, en la mitología bíblica, la mujer es la primera en desobedecer a Dios, comer del fruto que da “discernimiento” y ofrecérselo al hombre, es este último, Adán, el primero en conocer la deslealtad (característica que no se le puede imputar a la mujer): de inmediato la acusa con el creador: “Fue ella quien me lo dio”. Y reniega de Dios y de lo que antes le era propio: “Ella, la mujer que me diste”.

Admiro más a Eva. Si bien esto puede ser visto como una forma de empatía personal, no deja de resultarme sumamente útil para tomar la postura que el mundo actual me muestra como la más justa: ponerme del lado de la mujer y de su lucha por la igualdad (algunas prefieren hablar de equidad).

Apoyar a las mujeres no es fácil para los hombres porque significa aceptar que hemos quedado en desventaja frente a ellas. Me explico. Al atribuirles durante siglos una superioridad afectiva y mayores cualidades para la crianza, hoy que demuestran su igualdad intelectual en todos los órdenes, quedan dueñas de aquellas primeras cualidades además de las de sus capacidades cognitivas y su inteligencia (nosotros nos quedamos sólo con nuestra fuerza y nuestro cuerpesote, y en muchos casos ni eso). El haberles hecho a un lado, reservando para ellas el mundo emocional, tuvo sus riesgos, y ahora vemos cómo crecen y amenazan con dejarnos a sus pies, en la sombra.

En todo caso, la importancia de impulsar la lucha por la equidad de las mujeres y en educar a nuestros hijos en ese sentido, radica en que son sobre todo ellas las que hoy ―al movilizar sus derechos corporales, intelectuales y espirituales― están enarbolando una bandera que pertenece a ambos géneros (ni modo, tenían que hacerlo, a veces con justa explosividad, y es que los hombres parecíamos dispuestos a seguir en el mismo estado de alienación durante mucho tiempo, marcando una serie de diferencias arbitrarias que no nos pertenecían de fondo, de ninguna forma).

Creo que una sociedad permeable acabará revelándonos que somos tan parecidos, que en realidad nuestro principal conflicto radica justamente en espejearnos siempre: querer, por ejemplo, que el otro sepa de antemano quién soy, qué quiero, qué necesito, todo sin tener que decírselo ni pedírselo. O bien en querer expresárselo a gritos sin dar tiempo a que el silencio lo muestre. Todo como si yo fuera un Yo repetido dos veces, un Yo mirándome al espejo (todo lo contrario de alguien permeable: más bien un Narciso).

 

* Parece que las mujeres siempre se han resistido mucho más que los hombres a perder su integridad y a renunciar a su naturaleza. Finalmente tenía razón Pierre Roussel cuando en un libro de 1775 decía ―creyendo señalar un defecto― que “la mujer no sólo es mujer por una parte, sino por todas las caras por las que puede ser contemplada”.

Este artículo del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación puede ser compartido bajo los términos de la licencia CC BY-NC-SA 4.0