La educación que queremos | ¿Amor o adicción al conocimiento?

«Conocer es lo mismo que amar cuando nos permite vernos a nosotros mismos y a los demás como un fin y no como un medio para algo».

La educación que queremos | ¿Amor o adicción al conocimiento?
Imagen de Nino Carè en Pixabay.
Una lectura de 8 minutos

De amor estoy hecho.

En mi primer artículo de esta serie dedicada a La educación que queremos, prometí hablar algún día sobre el amor en la educación. Lo cierto es que no pensé que llegaría tan pronto el desafío: sin embargo, hoy me veo en la obligación de hacer por lo menos un primer intento. Explicaré por qué. En textos anteriores he propuesto que el fundamento de toda experiencia humana es la identidad de la persona, pero ahora me doy cuenta de que al pensar en ella (en esa identidad), ésta se me escapa por completo de las manos, de la misma manera que a todos se nos escapa ―no seré el primero en decirlo así― nuestra propia imagen en el agua.

¿Cómo puede mi identidad ―eso que me define― escapárseme? Hay algo raro en decir “yo soy” y no poder decir a qué me refiero exactamente. Tal vez bastaría con entregarme a la vivencia sin intentar explicarla, y sin embargo llevo una piedra en el zapato que me impide hacerlo. Se trata de algo que he mencionado también en textos anteriores, a saber, la reciente aparición de teorías científicas que dicen que nuestra tan llevada y traída identidad no es más que un efecto secundario de los procesos cerebrales (un efecto secundario y prácticamente inútil; sin decisión propia, dice el neurocientífico Joaquín N. Fuster en su libro Neurociencia, los cimientos cerebrales de nuestra libertad). Entrar en contacto con estas teorías me ha estremecido profundamente. Y me ha llevado ―después de un gran tormento intelectual, lo confieso― a aferrarme al claro sentimiento de que soy más que una especie de excrecencia de la mente, mucho más que un yo que ingenuamente cree que puede incidir sobre la realidad cuando lo único que hace es testificar, como pasivo observador, el entorno que lo rodea y los actos que ejecuta el cerebro.

El claro sentimiento

El vocablo amor tiene varias peculiaridades: es de los pocos que se ha mantenido intacto desde su precursor latino, Amor, que proviene del indoeuropeo Amma, que significa mamá (palabra que, como se puede ver, tampoco ha sufrido tantos cambios). Neil deGrasse Tyson, el famoso astrofísico que sucedió a Carl Sagan en la serie Cosmos, explica que el proceso evolutivo generó el sentimiento amoroso cuando aparecieron los mamíferos; es decir, que las mamás surgieron cuando por primera vez una animala amamantó a sus crías (la verdad es que, aunque las palabras mismas así lo sugieren, no puedo dejar de pensar que los pollitos también sienten amor por mamá gallina, amor que corresponde al que ella les da al incubar el huevo, como en un vientre exterior).

La palabra Amor también es una de las más manoseadas del idioma, de las más traídas y llevadas. Y así debe ser. Está hecha para eso, para que la usemos hasta el descuido, pues después de todo ―como el lector sabe― jamás ha perdido ni perderá su esencia. Ella misma es una esencia: una esencia más concreta que cualquier materia.

Sin embargo, es también una palabra que a quienes intentamos reflexionar de manera más o menos racional ( y que a veces queremos ser “poéticos”), nos molesta usar: ¡resulta muy poco teórica, muy poco “académica”! Y en cuanto a su poesía, por lo general suena cursi.

Quizás el problema con la palabra Amor sea que, para no mencionarla en vano, uno debe aludir a aquello que le da su valor esencial, y para eso no queda otra que mencionar también la más profunda tragedia humana.

El dolor de ser

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo…

Rubén Darío

Cuando tenía veinte años me propuse escribir un libro de poemas que parodiaría el muy famoso Odas Elementales del poeta chileno Pablo Neruda. El mío se llamaría Jodas Elementales (perdón por vocablo de tan fina estirpe) y hablaría de todas las cosas que podían atribular de forma cotidiana a un joven como yo. Recuerdo que el primer poema se titulaba Joda por ser uno mismo y empezaba diciendo, en franco tono de lamento: “Llevarse todo el tiempo, ¡todo el tiempo! ¡No ser más que uno mismo! ¡Pensar lo que uno piensa, decir lo que uno dice, sentir lo que uno siente! ¡No ser los otros nunca!” (el poema seguía así, gimiendo versos, mientras que el libro nunca fraguó y quedó sólo en intento).

Aquel lamento no era sino una forma de decir que a veces “no me aguantaba ni a mí mismo”, cosa que todos conocemos. Sin embargo, si algún lector llegara a compadecer a aquel joven que era yo, escuche ahora esa misma idea corregida y aumentada en belleza y dolor en una frase del poeta portugués Fernando Pessoa en su Libro del desasosiego. Dice así: “Envidio a todos no ser yo”.

Sabemos que el dolor insondable que estas seis palabras expresan no se refiere solo a la interminable hilera de problemas que puede acarrear un individuo sino también a algo más profundo: al dolor típicamente existencial de ser uno mismo, de ser un yo que vive como si le hubieran separado de algo “esencial”, como si se hubiera desprendido de un suelo primordial y ahora estuviera cayendo en un pozo sin fondo, sin poder asirse a algo que le dé certidumbre (o que por lo menos le brinde un descanso, como a la maravillosa Alicia de Walt Disney, que, durante su caída inicial, se sienta a reposar un instante en una mecedora que también cae).

Incluso en condiciones no tan extremas como las de Fernando Pessoa, los seres humanos buscamos resolver ese sentimiento de búsqueda infinitamente inútil que a veces nos embarga (“sentimiento de completud/incompletud”, le llama Erich Fromm; también podemos decir que somos “una totalidad a la que algo le falta”, con palabras de Ortega y Gasset).

Nacer una y otra vez

 No somos seres materiales aprendiendo a ser espirituales
sino seres espirituales aprendiendo a ser materiales.

Atribuido a Pierre Teilhard de Chardin

El amor maternal nos rescata del primer dolor. El amor de la madre, y por supuesto también del padre (el amor maternal del padre: llamémosle así para explicarlo aunque sea de forma estereotipada), el amor maternal, digo, nos rescata del primer dolor, permitiéndonos recuperar un poco del apacible abrazo anterior al nacimiento, Así nos pone también por primera vez en contacto con ese sentimiento que un día sabremos que se llama “confianza”. El amor maternal nos enseña que podemos confiar en nosotros mismos. Simultáneamente, el amor que llamamos “paternal” (otra vez de forma estereotipada, pues también está en manos de la madre) nos enseñará a confiar en el mundo.

Algo que interesa sobremanera en el hecho educativo es que mientras el nacimiento y la infancia son etapas en que uno empieza a conocer el dolor y lo va admitiendo, la adolescencia da paso a la primera exploración de las maneras de enfrentarlo y hallarle una solución. La adolescencia es la etapa del viaje en que uno toma plena conciencia de que va cayendo y puede aprender a crear grupos de amigos para despeñarse todos juntos… o puede entrar en pánico e intentar huir.

El escape tiene muchas formas; ya sabemos, drogas, dinero, fama, poder, sexo, comida… pero también obsesión por las buenas calificaciones, la información, el conocimiento. Sí, incluso el conocimiento, la información y todo tipo de proceso racional pueden ser formas de huida, no muy lejanas a lo que llamamos adicción, que en latín significaba adherirse a alguien o a algo con un claro trasfondo de esclavitud. Creo que el vicio que se apodera de nuestra razón puede resumirse como ansia de verdad, o más precisamente ansia de certidumbre. El arquetipo de esta falla humana es el doctor Fausto, quien vende su alma al diablo para que éste le revele los misterios del universo.

Sí, el conocimiento, la razón, la ciencia, pueden despertar en nosotros una voracidad semejante a la de cualquier buen pan dulce. Y en nuestras manos ansiosas, ese proceso por demás loable llamado Aprendizaje para toda la vida puede convertirse en un placebo lleno de certidumbres, las cuales tenemos que estar renovando interminablemente, vorazmente, a riesgo de dejarnos en un vacío peor que el que sentíamos en un inicio.

El paracaídas

Así pues, aprender puede ser amor a la sabiduría o adicción. Creo que la diferencia está en que con el primero aprendemos verdaderamente a caer; es decir a soltarnos y a abandonar la ilusión de que aparezca de pronto una rama del conocimiento de la que podamos asirnos. Igual que en el caso del amor materno, enseñar es despertar confianza.

Cuando alguien nos enseña amorosamente lo que es la física, la química, la biología o cualquier otra ciencia o conocimiento, nos abre a una experiencia en la que podemos sentir la simpatía del mundo. Quizás ese era el sentido que daba Madame Curie a sus palabras cuando decía que: “En la vida no hay que temer nada, sólo comprender”.

Hay muchas cosas buenas en este mundo, pero todas empiezan por aceptar nuestro misterio.  Una vez que uno se coloca en ese punto, deja de huir y se deja caer. Entonces puede descubrir el paracaídas que trae puesto. Hablar aquí de “el paracaídas del amor” puede dejar ver lo cursi que soy (siempre he dicho que más que un intelectual soy un sentimental), así que mejor traeré a colación un gran poema que habla de lo mismo. Se trata de Altazor o el viaje en paracaídas de Vicente Huidobro, cuyo personaje central ha perdido su “primera serenidad”, y sin embargo descubre que puede alentar el descenso cayendo “de sueño en sueño”, meciéndose al ritmo de campanas/golondrinas (Golón… golón… drina, golón… trina), ante la quieta luz de los amantes (La montaña y el montaño con su luna y con su luno) y reconociendo a la mujer amada (¿Irías a ser ciega que Dios te dio esas manos? ¿Irías a ser muda que Dios te dio esos ojos?).

Abrir el paracaídas amoroso es requisito indispensable para que aparezca la realidad.

Un fin que no termina

Conocer es lo mismo que amar cuando nos permite vernos a nosotros mismos y a los demás como un fin y no como un medio para algo. Sí, nadie es una vía para llegar a nada (yo no soy nunca “un medio”, ni siquiera para llegar a mi propio futuro). 

Pero ¿cómo es posible que seamos un fin en sí mismo si un fin es justamente una conclusión, algo que después de una larga carrera se ha quedado quieto, y nosotros ―según lo dicho― vamos cayendo (con o sin paracaídas)?

Si después de todas estas disertaciones aún quedan lectores que me sigan, seguramente abandonarán este texto al escuchar mi respuesta: porque los seres humanos somos un fin que no termina nunca (ésta es, según yo, la parte fundamental de nuestro ser inexplicable).

Nuestra identidad ―ese “alguien” y no “algo” que somos― es tan real como insondable. No pertenece a ese tipo de cosas asibles y demostrables (ni siquiera a esas que la ciencia apuesta “a demostrar algún día”). El ser un “yo” y al mismo tiempo no poder asirme a mí mismo, es uno de los grandes misterios que la espiritualidad trata de resolver. Para el judeo-cristiano que suelo ser, todo se remonta a la pérdida de un estado inicial paradisiaco, a una caída. Para quienes sentimos así (aunque pensemos diferente), la caída no comenzó en este mundo y no es con explicaciones de este mundo que podremos entenderla.

Ni modo, ya sé que me estoy metiendo en teología, pero a estas alturas del partido es imposible no hacerlo. Y con “alturas del partido” me refiero a la desolación en la que muchos hemos caído por haber desterrado al amor trascendente de nuestras teorías ―ya sea por cursi o poco serio― y tratar de explicar el misterio humano con disertaciones áridas, entre las cuales las más “humanas” reconocen que somos islas de certeza en océanos de incertidumbre, pero todavía intentan rescatarnos con complejas explicaciones (véanse la teoría de la complejidad de Edgar Morin); otras de esas disertaciones proponen que cada quien es dueño de su verdad y que eso nos da sentido (véase la filosofía posmoderna, en cuyo caso las explicaciones no son complejas sino múltiples e impermeables unas a otras). También hay ideas francamente inhumanas, como esas que he mencionado y que afirman que sólo somos efectos secundarios de los procesos cerebrales.

Amor y conocimiento

Es la posibilidad de reunir amor y conocimiento lo que hace que la caída se vuelva algo vital y trascendente. En otras palabras, es la posibilidad de “ir más allá de la razón sin perder la razón” (como dice el filósofo Karl Jaspers) lo que nos permite caer en paz en la plenitud del misterio, y sustituir el ansia de certidumbre por ese otro tipo de experiencia que Albert Einstein describe en su respuesta a cierto crítico literario que no podía creer que el descubridor de la relatividad fuera religioso: “Si, puedes decir que lo soy. Intenta penetrar con nuestros limitados medios en los secretos de la naturaleza y encontrarás que, detrás de todas las leyes y conexiones discernibles, permanece algo sutil, intangible e inexplicable. La veneración de esta fuerza que supera todo lo que podemos comprender es mi religión. En ese sentido soy religioso.”

Espero, con todo lo anterior, haber mostrado ―al menos un poco― cómo participa el amor en la educación que quiero. Seguiré haciéndolo en textos subsecuentes, no porque crea que con mis palabras puedo rozar siquiera las alas del amor (habíamos quedado, más bien, que era un paracaídas, ¿verdad?) sino porque si algo tengo claro es que hablar de educación sin hablar de amor es imposible.

Este artículo del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación puede ser compartido bajo los términos de la licencia CC BY-NC-SA 4.0