Las pruebas de inteligencia y su vigencia en el siglo XXI

La medición de la inteligencia es un recurso necesario para conocer el potencial de aprendizaje de las personas, pero es importante hacer un ejercicio crítico sobre su utilidad en un tiempo en la que las habilidades cognitivas más valuadas están cambiando.

Las pruebas de inteligencia y su vigencia en el siglo XXI
Es necesario formular un conjunto de criterios que mida más allá de las facultades mecánicas de la inteligencia. Foto: Bigstock
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Vivimos en una cultura que considera la inteligencia como una medida del valor de una persona. Son los inteligentes los que entran a las mejores escuelas, los que consiguen los mejores trabajos y los sueldos más altos, los líderes. Si eres inteligente la norma es que la gente te escuche, te siga y se te abran puertas. La inteligencia es, sin duda, considerada como el elemento clave de la gente exitosa pero, ¿realmente sabemos cómo medirla correctamente?

Las pruebas de coeficiente intelectual son la herramienta principal con la que medimos la inteligencia de las personas, vemos estas pruebas como un recurso de certeza matemática y científica pero, ¿realmente lo son? ¿O nos estamos empeñando en desconocer el contexto cultural que potencializa el sesgo tanto del concepto del coeficiente intelectual como de las pruebas que usamos para asignarle un valor?

El origen de las pruebas para medir la inteligencia

La idea de generar un mecanismo que nos ayude a comprender la capacidad cognitiva y potencial de éxito de las personas está tan arraigado en nuestra cultura que no podemos pensar en un sistema educativo sin este mecanismo. Sin embargo, las pruebas de coeficiente intelectual (CI) tienen apenas poco más de un siglo, su origen fue mucho menos loable de lo que imaginamos. Su propósito no era mejorar la oferta educativa, sino filtrarla.

A principio de 1900, psicólogos, académicos y políticos buscaban una manera de jerarquizar las oportunidades educativas, de agrupar a la población general; los que estuvieran en los estratos más altos recibirán la educación de mejor calidad, los que estuvieran en escalones inferiores tendrían un acceso a la educación más magro. La prueba de inteligencia desarrollada por Lewis Terman les dio justo lo que necesitaban para concretar este sistema.

En 1916, Terman publicó una revisión de la escala Binet-Simon, creada por los psicólogos franceses Alfred Binet y Théodore Simon. La prueba clasificaba a los niños de acuerdo a sus capacidades cognitivas para resolver ejercicios en los que se requerían habilidades matemáticas y lógicas, así como de lectura, razonamiento y adaptación.


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Su éxito fue tal que esta prueba sigue usándose actualmente para medir la capacidad cognitiva y potencial de éxito de niños y adultos, sin embargo, como todo descubrimiento científico, este está ligado a la percepción y dimensiones culturales de los académicos que crean y aplican estos criterios, por lo que las escalas para medir la inteligencia no son una excepción y también están expuestas a sesgos.

El sesgo cultural y la medición de la inteligencia como arma política

Para entender el talón de Aquiles de las pruebas de inteligencia, es necesario tomar en cuenta el contexto en las que estas fueron creadas. A principios del siglo XX, el enfoque de la ciencia era altamente evolucionista y esta se permeaba en la forma en la que construíamos el conocimiento en temas sociales y filosóficos.

Cuando se desarrollaron las primeras pruebas de inteligencia no se tenía en mente utilizar sus resultados para innovar en las formas en las que se educaba, ni crear distintas corrientes educativas que sirvieran a diversas formas de aprender. El objetivo era asegurar la supervivencia del más apto; el más apto era el más inteligente, el más inteligente era el que pasaba las pruebas con el mayor puntaje, ¿pero quienes eran los que obtenían el mayor puntaje realmente?

En una ciencia cognitiva que se desarrollaba al mismo tiempo que las teorías evolucionistas que dieron lugar a la eugenesia, es importante considerar para quién estaban diseñadas las pruebas. Si tanto Binet como Simon y Terman tomaron en cuenta solamente el criterio de otras personas que pensaban y concebían el mundo de manera similar a la de ellos, descartando al resto de las personas para el mapeo de toda la capacidad humana, ¿estamos hablando realmente de una prueba imparcial y exacta?

¿Podemos ignorar el registro histórico que justificaba la discriminación racial y la gentrificación de la educación? En aquella época, la idea de que las personas tenían capacidades mentales diferentes de acuerdo a su raza y género era muy popular, y esta creencia impactó severamente la forma en que se generaron y aplicaron estas pruebas.

El mismo Terman creía que personas de minorías raciales (como los nativos americanos, afroamericanos y latinos) no tenían el mismo poder intelectual para comprender abstracciones que los blancos. Para Terman, estos grupos minoritarios tenían el potencial de ser trabajadores eficientes ya que tenían un coeficiente intelectual (CI) inferior y por ende, mayor facilidad para seguir órdenes.

Estos argumentos han sido probado como falsos y son completamente inadmisibles hoy en día, pero en ese entonces dictaban quién recibiría la oportunidad de ir a una mejor escuela y a quién capacitarían para pasar las pruebas de inteligencia. Era, sin duda, una profecía que se cumplía sola y que mantenía el orden social diseñado por el grupo dominante, el nivel de CI era un resultado indiscutible, no una consecuencia de la desigualdad social.

¿Qué miden realmente las pruebas de inteligencia?

La inteligencia se define como la capacidad de comprender, así como la de resolver problemas. Bajo este contexto, la escala Stanford-Binet cumple su cometido, examina la capacidad de las personas para comprender las cuestiones planteadas en la prueba, así como de responder a los problemas que incluyen. La validez del mecanismo no se cuestiona, pero los contenidos del mismo quizás deberían estar bajo análisis, especialmente tras cien años de que este mecanismo empezó a aplicarse.

Para Antonio Andrés Pueyo, catedrático de la facultad de Psicología de la Universidad de Barcelona, la inteligencia se ha vuelto un concepto cada vez más difícil de comprender, especialmente en una era en la que se generan máquinas con inteligencia artificial. Según el prominente psicólogo, existen aspectos de la inteligencia que no cabrían en la visión mecánica que respaldó la creación de las primeras pruebas de medición de la inteligencia.

“Hay tests que evalúan distintos tipos de inteligencia y que se combinan en el CI. Esto es lo que pasa con las llamadas escalas Weschler. También los test pueden estar construidos para evaluar una sola capacidad general, como es el caso de los tests de Raven”, sostiene Pueyo.

Todas estas pruebas tienen sus puntos fuertes y áreas de oportunidad, en el caso de la prueba Bidet-Standford, esta es y sigue siendo, una herramienta excelente para cuantificar lo que debe saber un estudiante para ser exitoso en el ámbito académico, pero no como una prueba para aplicar o medir el conocimiento en forma creativa.

Aquellos que sacaron los puntajes más altos de la prueba y fueron elegidos por Terman para seguirlos a lo largo de su carrera, consiguieron ir a las mejores universidades, fueron contratados en los mejores trabajos y tuvieron ingresos más altos, pero fueron pocos los que cumplieron la promesa de ser ese “genio” que aportaría algo invaluable a la sociedad. Como grupo no reinventaron la rueda, más bien aprendieron a rodar con ella perfectamente.

La prueba no era infalible, si bien sirvió para descubrir talentos como el de Ancel Keys, Norris Bradbury y Shelley Smith, falló en captar otros como el caso de Luis Álvarez, un estudiante rechazado por Terman, quien recibió el premio Nobel de física en 1968.

La necesidad de reformularnos la inteligencia y habilidades que importan

Los problemas que se enfrentaban a principios del siglo XX no son los mismos que se enfrentan hoy en día. Los que vivieron en esa época no tenían que preocuparse por cultivar el alfabetismo digital, de la misma forma que nosotros no necesitamos aprendernos de memoria los números de teléfono de nuestros contactos más frecuentes.

Si los retos son diferentes, las habilidades y capacidades intelectuales para cumplirlos también deben serlo, así como los criterios para medirlos. Como se mencionó anteriormente, vivimos en la era de la automatización. Cada vez son más los trabajos que pueden hacer máquinas o robots, no solamente tareas mecánicas como la producción en serie, sino también funciones más complejas como recoger patrones de comportamiento en espacios digitales y distribuir anuncios de acuerdo al impacto que tendrían en determinado perfil de consumo.

En 2018, un sistema de inteligencia artificial analizó los comerciales más premiados en los últimos 15 años y utilizó esos datos para escribir el guión de un comercial de Lexus; los resultados fueron impresionantes para tratarse de una máquina y nos llevan a preguntarnos, ¿qué trabajos podemos realizar los humanos más allá del alcance de los sistemas de inteligencia artificial que están siendo mejorados constantemente?

Algunas tareas intelectuales pueden ser mecánicas, como la recopilación de información, análisis de datos o identificación de patrones que, por ejemplo, usó el sistema de inteligencia artificial en cuestión para crear el guión del anuncio. Las capacidades intelectuales para realizar estas tareas son consideradas en la prueba de inteligencia Stanford-Binet, sin embargo, el pensamiento creativo, la sensibilidad artística y el sentido crítico necesarios para dirigir el comercial solo podían ser aplicados por un humano, el director Kevin Macdonald.

Bajo estas nuevas necesidades del mercado laboral, las pruebas de inteligencia ya no necesitan registrar solo las capacidades intelectuales mecánicas de las personas, sino todas aquellas áreas relacionadas con las habilidades blandas (soft skills) o power skills, como se les ha nombrado recientemente. Es crucial que aprendamos a medir y nutrir deficiencias educacionales en áreas como la inteligencia emocional y social, además de otras habilidades más allá del estándar educativo actual.

No se trata de decir que hay un coeficiente intelectual o siete inteligencias (o quince o treinta) y de usar un conjunto de criterios que separe a los eficientes de los deficientes; se trata de encontrar un equilibrio entre la forma en que las personas nos aproximamos a la comprensión de la cosas y cómo podemos construir caminos para llegar a estas diversas condiciones cognitivas. De otra forma, la inteligencia y sus criterios de medición van a seguir siendo una herramienta de control social más que un recurso para generar conocimiento y soluciones.

Este artículo del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación puede ser compartido bajo los términos de la licencia CC BY-NC-SA 4.0